domingo, 9 de marzo de 2008

"Veíamos muertos todos los días"


Por Luis López Carrasco.

"La fotografía, incluso la instantánea, tiene una pretensión
completamente diferente que la de representar, ilustrar o narrar (...)
Pretende reinar sobre la vista."
Gilles Deleuze

Se regalaron cámaras. Cada vez eran más y más baratas y, en un determinado momento, su precio prácticamente desapareció y todo el mundo tuvo una.

Todo había sido visto. Porque nada que no hubiese sido visto había sucedido. Era muy importante, por lo tanto, grabar todo lo posible, así existirían más cosas. La información sobre las cosas se superponía a las propias cosas. La información viajaba lo suficientemente rápido como para que su origen siempre quedara atrás. La información llegaba antes que los cuerpos y, muchas veces, llegaba en lugar de los cuerpos.

Eran años en los que la televisión se había convertido en el supermercado del pasado. El pasado se vendía al por mayor, todo el mundo tenía el mismo. Así que, con ánimo de diferenciarse, los usuarios se dedicaron a generar su propia memoria, las cámaras permitieron individualizar el pasado. Lo podríamos denominar la lucha por la visibilidad. Lo importante ya no era ver sino ser visto. Más importante que la experiencia era el signo de esa experiencia. Los signos crecieron. Y se multiplicaron. El gesto tenía mayor alcance que el acto. La metáfora se dio la vuelta: el referente emanaba de lo representado, la huella acomodaba al pie.

Describíamos la fotografías en presente, muchas veces en gerundio. “Este soy yo, pescando en el lago X.” Nos convertíamos en momentos. Una colección de instantes extraídos del tiempo. El vídeo nos dio la ilusión de la duración. Era falso, lo que pasaba es que los instantes se habían multiplicado. Y estaban muy juntos.

La existencia estaba perfectamente documentada. Jamás nadie tendría tiempo de ver todo lo que había grabado. No importaba, la imagen, a diferencia de lo que muchos pensaban, era más sagrada que nunca. Porque grabar era como vivir dos veces. Lo podríamos denominar posteridad doméstica.


El pasado nunca estuvo tan cerca, el pasado nunca fue tan grande. Todo el pasado que una persona pudiera generar se encontraba bajo las yemas de los dedos, a golpe de clic. Estaba a la vista. Estaba al alcance de la mano, nunca mejor dicho. Y sin embargo, ¿era pasado estando como siempre estaba ahí delante, encima de la mesa, enmarcado en plata de ley? ¿Era pasado algo que se podía revivir instantáneamente? Todos los registros se conjugaban en presente y todos estaban a la misma distancia, a la misma no-distancia. Formaban parte de nuestro mundo.

La memoria era un catálogo. El pasado era todo él un mismo ayer siempre recién transcurrido, tan cerca del presente que apenas se diferenciaba de él. El pasado se adhería al presente. El pasado no dejaba de suceder.

Esto no fortalecía al pasado, al revés. Cada vez que una imagen se desarrolla ante nuestros ojos, se vuelve presente, se llena de presente y, a su vez, se vacía de su propio pasado. No nos convoca ella a nosotros, nosotros la convocamos a ella. Cuanto más presente se registraba, más se debilitaba el pasado. El presente lo abarcaba todo, lo ocupaba todo. El futuro se volvió obsoleto.


Un día ocurrió un milagro y, como todo verdadero milagro, pareció un suceso intrascendente. Una persona, acostumbrada a grabar y ser grabada, dejó de saludar a la cámara, dejó de reparar en ella. ¿Por qué razón iba a hacerlo? Formaba parte del entorno. Del mismo modo que no prestamos atención a los zapatos sobre los que caminamos o a la cama sobre la que dormimos, no hacía falta prestar atención a las cámaras. A partir de ese día, más y más personas se comportaron de tal modo. Y nadie habló de ello. Se dio por supuesto que las cámaras siempre habían estado allí.

Ya no se grababa en un soporte físico, los registros se archivaban automáticamente. Al descomponerlos numéricamente, la digitalización permitió comprimir los objetos. El saber ocupaba lugar, pero menos. El ser humano se igualó a la cantidad de información que pudiera producir, era un archivo de imagen y sonido cuantificable. La cámara se convirtió en un segundo cerebro que contenía el registro de toda la existencia. Dejar de grabar era dejar de existir.
Al llegar la muerte se encajaba un monitor dónde antes había una lápida y se proyectaba una película bucle que duraba toda la vida de una persona. Ése era el método tradicional, lo más normal -en una época en la que Internet había devaluado el espacio físico hasta hacerlo innecesario-, era colgar el archivo en la Web, en dónde podía ser consultado. Los registros eran así accesibles desde cualquier punto del mundo a la velocidad de la luz. Una parte de Internet se convirtió en un álbum de los muertos, un cielo inmaterial en el que todavía se escuchaban las risas y los llantos de todos aquellos que habían desaparecido. La cantidad de registros era inabarcable; del mismo modo que hay más muertos que vivos, había más imágenes de personas que personas. El mapa era más grande que el territorio.Veíamos muertos todos los días. Y todo formaba parte del momento presente, todo era recuperable. La noción misma de recuerdo se suplantó. No había recuerdo porque no había olvido. El presente perpetuo, eternamente conjugado, eliminó la cronología, el progreso y el desarrollo. No era circular, era inmóvil. La memoria era tan extensa que ya no necesitábamos el tiempo.