martes, 25 de noviembre de 2008

Fascismo pop: Born in the USA. "El ex-preso de Corea"

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- ¿Por qué siempre tengo que tropezar con tipos locos? ¡Locos!
- Porque ya sólo quedan esos tipos.

Es de sobras conocida la opinión que tenía Paul Schrader de su cuarto crédito como guionista, El ex-preso de Corea (Rolling Thunder, John Flynn, 1977): “Tenía que haber sido mi primer film como director. La película tiene una historia muy irónica (...) Cambió mucho durante la fase de reescritura. El personaje principal del film tenía que haber sido del estilo de Travis, un ser completamente antisocial. El personaje, como originalmente lo concebí, era un racista de Texas que se convertía en un héroe sin haber disparado una sola bala, y volvía a su hogar para enfrentarse a la comunidad mexicana. Todo el racismo que había acumulado durante su infancia y su estancia en Vietnam salía a la superficie y, al final, había una matanza indiscriminada de mexicanos, en lo que era una especie de metáfora sobre el racismo y la intervención americana en Vietnam. Cuando querían hacer la película en la Fox, se insistió mucho en que se eliminara el elemento racista... Cuando se eliminan las perversas patologías de este tipo de personajes, lo que en principio son películas sobre el fascismo se convierten en películas fascistas”.
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Ciertamente, el resultado final (1) es uno de los films duros más extraños de los años 70. La historia del mayor Charles Rane (un magnífico William Devane, tan inquietante y desagradable como siempre, profundamente perturbador en su autodominio), a quien la experiencia en Corea le ha convertido en “un hombre mejor, un oficial mejor y un mejor americano”, es la de un ex-oficial que regresa a casa transformado en un ser de sepulcral seriedad, frío como el hielo, habituado a las armas de fuego y a ocultar sus sentimientos tras las gafas oscuras: “alguien a quien no se conoce y piensas que nunca conocerás”, como dice Linda (Linda Haynes). Rane no consigue dormir, como tampoco lo conseguía Travis, por lo que, durante las largas horas de vigilia, reproduce automáticamente su rutina en la cárcel mientras recuerda las torturas que sufrió a manos del Ejército Popular de Corea: “Si llegas a amar a la soga”, le confiesa con cierta delectación al amante de su mujer, Cliff (Lawrason Discroll), “los vences. Sólo así se vence a los torturadores. Con amor”. El brutal asesinato de su familia a manos de una banda de delincuentes mexicanos será la espoleta que libere la violencia contenida, la coartada moral que le permitirá actuar como una máquina de matar.
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John Flynn (2) le confiere a la película una estética de eurowestern fronterizo (aunque, ejem, más cerca de Ralph Nelson y Ted Post que de Leone, Sollima o Corbucci), a la vez equidistante del thriller a lo Michael Winner: durante el asalto a su hogar, Rane es salvajemente mutilado y pierde la mano derecha, por lo que porta una suerte de garfio que oculta oportunamente en el bolsillo de su chaqueta; la fotografía en interiores es, a menudo, sombría, con especial predilección por el contraluz..., y, al mismo tiempo, el film tiene esa suciedad visual del cine policíaco americano de los 70 (paisajes cerrados y deprimidos, cielos blancuzcos, cierto look televisivo...). En realidad, Flynn narra un viaje similar al descrito por Don Siegel en La jungla humana (Coogan´s Bluff, 1968), sólo que en sentido inverso: de la ciudad al desierto, donde ya no caben leyes posibles.

Aunque lo más curioso de El ex-preso de Corea es su mezcla de grosero sadismo y violencia moral. Rane pretende vengar la muerte de su hijo (que no de su esposa, es de suponer que por adúltera) pese a que admite que ya no puede sentir nada, y la violencia es áspera, desabrida y, como siempre en Schrader, catártica, a la vez sádica y metafísica. No obstante, Flynn pronto olvida la enfermiza ritualidad que, en ocasiones, preside el relato y el comportamiento del torturado Rane. Desecha el naturalismo desolador de las primeras secuencias y se lanza a reciclar algunos rasgos y códigos del western europeo (pasado, como ya se ha dicho, por el tamiz USA). Y, así, las ráfagas cinéfilas de Schrader caen en saco roto o alimentan el confusionismo ideológico del film: cfr. la conversación de “amantes” de Rane y Linda, más bien una especie de monólogo de ella, sobre la posibilidad de huir “lo más lejos posible, a un sitio frío, a Alaska”, y la reflexión sobre la violencia -en una de las pausas del viaje, Linda demuestra su destreza con el rifle disparando a un madero que flota en las aguas de un lago y confiesa: “Hace años que no pegaba un tiro, pero es algo que no se olvida nunca”. Mientras practica su puntería, le cuenta a Rane que es la hija menor de un sargento mayor del ejército, la oveja negra de la familia (pero, pese a todo, la favorita de éste, con lo que la relación con el ex-oficial mutilado se tiñe de un tinte asaz incestuoso), y, al fin, exclama: “¡Me gustaría tener un blanco más emocionante!”. Schrader admiraba al Milius iniciático y aquí se nota-, ambas en el más puro estilo El demonio de las armas (Deadly is the Female, aka Gun Crazy, Joseph H. Lewis, 1950) (3).
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Tampoco la terrible amputación que sufre Rane y su transformación, garfio mediante, en una suerte de letal protocyborg, ya definitivamente inhumano, va más allá de la primera (y fugaz) explosión de violencia; Flynn opta por prescindir incluso del obvio fetichismo, quedando prácticamente como mera anécdota. El ex-preso de Corea es un perturbado, no “un macho hijo de perra”, pero el realizador no parece haber captado el sentido del guión de Schrader. Al final, en el itinerario hacia la muerte que sigue el mayor Rane no hay dolor, ni abismo, ni purificación, sólo una roma, nimia variación de la vieja Ley del Talión.

(1) El guión consta como escrito por Schrader y Heywood Gould, luego firmante de los libretos de Los niños del Brasil (The Boys from Brazil, Franklin J. Schaffner, 1978), Distrito Apache (Fort Apache the Bronx, Daniel Petrie, 1981) o Cocktail (Roger Donaldson, 1988).
(2) John Flynn (1932-2007) fue un tosco pero, en ocasiones, interesante e incluso muy apreciable director norteamericano que realizó películas como The Sergeant (1968), El equipo (The Outfit, 1973), Desafío (Defiance, 1980), Best Seller (1987), Encerrado (Lock Up, 1989), Buscando justicia (Out for Justice, 1991) o Juego mortal (Brainscan, 1994).
(3) O la contemporánea Malas tierras (Badlands, Terrence Malick, 1973).

lunes, 24 de noviembre de 2008

Dossier "Fascismo pop"

De un tiempo a esta parte viene siendo recomendable, e incluso necesario, un análisis a fondo de los diversos aspectos y vertientes que integran la llamada “cultura popular”, pues ésta traza a veces un mapa más exacto de la sociedad contemporánea (de nosotros mismos, en la medida que habla también de nuestra elección a cómo ser gobernados, dirigidos) que las grandes manifestaciones artísticas: “Hemos nacido de monos erectos, no de ángeles caídos y esos monos eran unos asesinos armados. ¿De qué vamos a asombrarnos? ¿De nuestros asesinatos, genocidios y misiles? No, sino de nuestras sinfonías, por pocas veces que las toquemos, de nuestros tratados, por poco que valgan, de nuestros sembrados, por poco que a veces los convirtamos en campos de batalla, de nuestros sueños, por más que sólo raras veces se conviertan en realidad. El milagro del hombre no reside en cuán bajo ha caído sino a qué altura se ha elevado”, escribió hace ya varias décadas el antropólogo y dramaturgo Robert Ardrey.
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En cualquier caso, nos contemplamos en el espejo del entretenimiento y éste nos devuelve la imagen de nuestros miedos y nuestros deseos. Y, a veces, al margen de ingredientes populistas, el reflejo es más turbio de lo que desearíamos: ¿Qué hace que la sangrienta venganza contra un violador o un delincuente sin escrúpulos sea contemplado en algunos films como “un acto de justicia puro, sin obstáculos legales ni éticos” (1)? ¿Siguen resultando catárticas películas tan sórdidas y estremecedoras como El justiciero de la ciudad (Death Wish, Michael Winner, 1974), El hombre de la calle hace justicia (L´uomo della strada si fa gustizia, Umberto Lenzi, 1975), La violencia del sexo (I Spit in your Grave, Meir Zarchi, 1978) o Coto de caza (Jorge Grau, 1983), más allá de la época en que fueron realizadas? ¿Por qué? ¿Acaso el marco social y político -una sociedad deprimida, sumergida en el pesimismo cultural, que reacciona visceralmente desde la rabia y el miedo- es, en cierto modo, semejante (2)? ¿O es que, en el fondo, estamos más cerca de Mike Hammer o Travis Brickle, de Batman, Daredevil o El Castigador, que del Jefferson Smith de Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington, Frank Capra, 1939)? ¿La violencia es entonces intrínseca al ser humano? Pero, por encima de todo, ¿pueden disfrutarse como mero entretenimiento, más allá de (obvias) lecturas políticas y (risibles) intenciones parabólicas? ¿O el panfleto se come la anécdota argumental, la historia humana?...

De todo ello, de la cultura de masas producida en tiempos de crisis o bajo regímenes totalitarios de carácter fascistoide, pretende dar cuenta este monográfico.
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(1) Antonio José Navarro, en "La tumultuosa década de los 70", incluido en el dossier "Cine policíaco americano de los 70 (y 2)", revista Dirigido, nº 364, febrero 2007.
(2) Ciertamente, son tiempos más políticamente correctos, pero ello explicaría films como Ojo por ojo (Eye for an Eye, John Schlesinger, 1995), Asesinato en 8 mm (8 mm, Joel Schumacher, 1999), El fuego de la venganza (Man on Fire, Tony Scott, 2004), los remakes de Pisando fuerte (Walking Tall, Phil Karlson, 1973) y Vengador (The Punisher, Mark Goldblatt, 1989) -cf. Pisando fuerte (Walking Tall, Kevin Bray, 2004) y The Punisher (Jonathan Hensleigh, 2004)- el regreso de John Rambo (Rambo, Sylvester Stallone, 2008) o la anunciada nueva versión de El justiciero de la ciudad.
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Próximamente - Born in the USA: Pisando fuerte / El ex-preso de Corea.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Dirigir: Jean-Pierre Melville

"Me han definido como 'el más americano de los realizadores franceses y el más francés de los realizadores americanos'. Es una bonita frase para leer en una crítica, pero no me parece exacto. Hay gente que es tan americana como yo, incluso en Francia, por su forma de hacer películas, y también hay realizadores americanos que son más franceses que yo en sus realizaciones. No se puede establecer nacionalidad a partir de la forma de realizar las películas. No quiero ser paradójico y decir que no me siento impresionado por el arte cinematográfico americano, eso sería erróneo. Es cierto que mis primeras lecciones las he aprendido de sesenta y tres grandes realizadores americanos que, en mi opinión, me han enseñado la profesión. No veo muy bien la diferencia entre el cine italiano, japonés, inglés, francés, cuando está bien hecho, y el americano. Se puede hacer la diferencia de cines según las películas estén bien o mal hechas. Y podemos considerar que los sesenta y tres cineastas importantes de Hollywood en los años 30-40 eran gente que conocía extraordinariamente bien su profesión, y que hacían un cine clásico pero en absoluto académico. Este cine lo he aprendido al igual que todos los cineastas de mi generación, ya sean italianos, ingleses o japoneses. Nos hemos encontrado frente a una gramática y una sintaxis tan bien elaboradas que no se podía inventar otras. A pesar de ello, todas las tentativas, todas las experiencias, son deseables. Es divertido ver a la gente queriendo hacer un cine nuevo, queriendo revolucionar un tipo de narración que ha resistido a todo. La única cosa verdadera, importante, es que el cine vence a todo esto y siempre vuelve a sus formas clásicas.
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La silence de la mer impresionó mucho a cierto número de jóvenes, lo suficiente para que, más adelante, les sugiriera la idea de hacer sus propias películas. Es decir, que como no tenían demasiado dinero se dijeron que podían proceder 'como Melville'. Se inspiraron en mi modo de rodaje 'económico', pero es el único punto en común que hemos tenido. Además, cuando lograron rodar su segunda o tercera película ya se empaparon de intelectualismo, cosa que desprecio profundamente. Pero como tenían que decir que procedían de alguna parte, decidieron decir que yo era su padre espiritual, que yo era el padre de la nouvelle vague. Enseguida, me encontré encabezando una enorme familia... de hijos ilegítimos, que no he querido reconocer.

(...) Yo creo que un creador, un creador de verdad, no debe divulgar las cosas que ha aprendido a lo largo de los años. Un creador de cine es un manipulador de sombras, que trabaja en la oscuridad. Crea por medio de trucos. Yo me doy perfecta cuenta de la fantástica deshonestidad que hace falta para ser eficaz. Pero es preciso que el espectador no advierta jamás hasta qué punto todo está trucado. Hace falta que quede maravillado, que sea nuestro prisionero.

(...) No es deshonroso ser comercial. Lo que es absurdo, desde mi punto de vista, es hacer películas que no encuentren el auditorio debido. Hacer películas que consiguen 60.000 entradas es grotesco, incluso si con ello nos convertimos, para los críticos, en la figura máxima entre los realizadores. Yo quiero hacer películas que gusten al público, pero permaneciendo fiel a mí mismo, siendo lo que soy y sin hacer concesiones.

Un creador de cine debe aportar su universo. Esto es capital. Si un creador de cine carece de un universo, no tiene gran cosa que decir y no será más que un realizador que diga 'Acción' y 'Corten'.

(...) Ante todo, soy espectador. Por eso, hago películas que me gusta ir a ver. Cuando veo una película que se parece un poco a las mías, me gusta. Intento asemejar mis historias, mis personajes, a las películas que me gustaría ver".
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martes, 18 de noviembre de 2008

Venga Monjas

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Internet es un terreno más que propicio para las serendipitys o, como diría Iker Jiménez: Serendipias. La Serendipia es el hecho feliz que acontece cuando buscamos algo muy bueno y encontramos algo mucho mejor. Hace unos ocho días, Desperdicios y yo pasábamos la tarde del lunes en plena voracidad youtubesca. Disfrutábamos de la maravillosa actuación de Ojete Calor, el dúo de subnopop de Carlos Areces. Cuando terminó, dimos con un vídeo en el que aparecía él. Llevaba por nombre Venga Monjas. Especial Xoxo Divas. No voy a mentir: Vimos cuatro minutos y exclamamos: "Pero qué puta mierda es ésto". Para nuestra sorpresa, había muchos vídeos más. Vimos otro más, y otro, y otro. Total, que nos enamoramos de ellos y aquí estoy, escribiendo esto para aquéllos que todavía no los conozcan y para que lo disfruten todos aquellos afortunados que sí los conocen. Si no os gustan los Venga Monjas dejaréis de ser mis amigos. He dicho.

Los Venga Monjas son dos jovenzanos barceloneses que rezuman talento por cada poro de su cuerpo. Xavi Daura y Esteban Navarro, de 23 insultantes años, graban desde hace un tiempo una mezcla maravillosa de dadaísmo casero, escatología (como buenos catalanes) y humor de buddies, de colegas, de amiguetes. Humor blanco que exuda candidez (en la mejor acepción del término) y ganas de hacer cosas por el placer de hacerlas. Reír por reír, que es el tipo de risa más sano.

En sus pequeñas joyas, Daura y Navarro se meten en la mente de Pedro Piqueras (comandada por un divertido Nacho Vigalondo que parece estar riéndose de su personaje en Los cronocrímenes); se citan con Arantxa Sánchez Vicario para tratar de descubir por qué está en las fotos de todos los restaurantes junto al dueño, o bien cumplen con la arriesgada misión de rescatar a Briana Banks y arrebatarla de los malvados brazos de Julieta Venegas. Venga Monjas forma parte de la galaxia chanante, qué duda cabe. No obstante, brillan con luz propia. De hecho, ilustres chanantes como el ya mentado Areces hacen cameos en sus vídeos, y demuestran que saben reconocer con acierto las pequeñas perlas que, de vez en cuando, asoman por ese gran estercolero audiovisual que es Youtube.


Por si todo esto fuese poco, Xavi Daura es el director de dos cortometrajes que han recibido muy buenas críticas y que ardo en deseos de ver: Adoro mi mierda y Es un mundo extraño. Navarro, por su parte, es dibujante (él es el autor de las animaciones que aparecen en algunos vídeos), ilustrador y además es teclista y cantante en el grupo Chetto´s Magazine. Grupo que mezcla el rock progresivo con el delirio puro y que cada vez que lo escucho, me gusta más. También le queda tiempo para tocar la guitarra con Johnny Price, que están realmente bien. En resumidas cuentas, que los dos son la hostia.

Ahora resulta que nos hemos enterado de que BFN ha estado a punto de contratarles para su programa en la cadena de Milikito y ese señor que se parece a Slot, el de Los Goonies. Han llegado a grabar un piloto y al final, nada; BFN no ha contado con sus servicios. Pues qué quieren que les diga: no he podido reprimir un gran suspiro de alivio. No me gustaría nada que dos muchachos con tanto talento terminasen calcinados siguiendo la estela de fuego de productos (sí, sí, productos) tan desagradables como El Neng y Chikilicuatre.

Ahora, cuando acaben de leer este artículo, si son gente sensata, entrarán en Youtube y escribirán Venga Monjas. Dejénse llevar: Acabarán disfrutando como cerdos. A los que ya los conocen, les exhorto a que vuelvan a ver sus videos predilectos. Y a todos aquéllos a quienes no les gusten los Venga Monjas, les diré aquello que dijo María Jiménez: "Y ahora qué quieres conmigo, si tú para mí no existes". ¡Larga vida a los Venga Monjas!

Por Víctor B.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Cultura popular

“Es una película sobre cultura popular. Andy Warhol ya hizo ver que la cultura pop era un arte. De eso se trata. En la película, a ti te violarán y colgarán cuatro monstruos”.

Escuchado en Aullidos 3
(The Howling III: The Marsupials, Philippe Mora, 1987)
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sábado, 15 de noviembre de 2008

Entrevista a Eugenio Martín (parte 2)

Publicamos la segunda parte de la entrevista al realizador Eugenio Martín:
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Usted que lo conoció, ¿puede hablarnos de Philip Yordan? Durante toda su vida fue una personalidad bastante controvertida.

Sí, Yordan nació para ser controvertido, era un personaje con muchos recovecos. También tenía un talento extraordinario, era un estupendo escritor. Lo que sucede es que vino a España llamado por (Samuel) Bronston e hizo cierta fortuna y muy buenas conexiones. Se dio cuenta de que rodar aquí era más barato, que podía hacer buenas combinaciones de producción y se volcó exclusivamente en ganar dinero. Quizás porque ya era un poco mayor, creo que tenía algún problema de salud..., no lo sé. Yo, que le traté mucho a la largo de varios años, te puedo asegurar que era una persona de una capacidad intelectual fabulosa. Además, tenía un ingenio enorme. Cuando le pedía que me ayudase a resolver una escena que yo no acababa de ver, la arreglaba rápidamente y muy bien. Incluso intervino en el guión de El hombre de Río Malo (1971) y El desafío de Pancho Villa (1972). En realidad, cuando intervenía era peor, porque a él lo único que le interesaba era que se resolviese la película, la cual estaba vendida de antemano: tenía una combinación de actores, eventos, etc. Ganaba dinero de ese modo.

Era muy curioso ver la pareja que formaba con el guionista con el que colaboraba por aquel entonces, Bernie (Bernard) Gordon, con quien tuve una amistad entrañable. Eran íntimos amigos, pero tenían unas trifulcas fenomenales. Bernie era un comunista muy primitivo, muy ingenuo, muy buena persona, con muchísimo talento también. Un hombre lleno de ilusión y con un enorme amor por el cine, por su calidad; no se preocupaba mucho del dinero, no era una persona codiciosa. Y, claro, chocaba de lleno con Yordan, porque éste sólo se preocupaba del dinero. En muchas de las reuniones que teníamos en casa de Yordan, Gordon se levantaba cabreado, daba un porrazo en la mesa y se largaba; luego tenía que ir yo a buscarlo (risas). En uno de sus libros, no recuerdo el título, Gordon contó anécdotas sucedidas con Yordan y recuerdo que quedaba clarísimo que él era el hombre que perseguía la calidad y Yordan el hombre que buscaba el dinero. Sin embargo, Yordan era el que tenía más talento. Gordon también, era un excelente guionista, pero no llegaba a la genialidad de Yordan. Lo malo es que yo ya no tuve ocasión de pillar esa genialidad, porque cuando trabajé con él, sólo pensaba en los dólares y nada más. El guión de El hombre de Río Malo, por ejemplo, era una mierda. Acepté porque, figúrate, me ofrecieron hacer tres películas con Yordan. Para mí eso era la puerta del cielo: iba a tener a James Mason, Lee Van Cleef, Gina Lollobrigida... Firmé inmediatamente. Pero cuando leí el guión, aquello..., aquello no se tenía en pie. Es curioso porque si Yordan hubiese querido, habría sido un buen guión. Partía de una buena idea: una mujer que tiene varios maridos y que los utiliza en cada momento, según le conviene. Pero a él no le interesaba, tenía prácticamente que forzarle a tener reuniones. Lo único que conseguía en ellas era que mejorase detalles, pero no logré ponerle a trabajar en la estructura. Y la estructura es lo que, a mi modo de ver, peor está: es confusa, hay momentos en el que las escenas o los personajes no están bien conectados y no se entienden algunas cosas... Sin embargo, es una película que tiene mucha alegría, mucho ritmo, un aire de cómic divertido. Con un buen guión, podría haber resultado una película estupenda, casi clásica.

A mí me gusta mucho.

¿Sí? Me alegro de que te guste. Yo hubiera querido trabajar en ese guión con él y con Gordon. Pero no lo conseguí. Como sabía a qué horas estaba en su casa, iba hasta allí y le obligaba: “Venga, Phil, vamos a trabajar”. Y conseguía media hora, o una hora, en la que me daba chispazos de su genio. Y luego se terminaba. “¿Entonces mañana seguimos?”. “No, mañana, no cuentes conmigo, que estoy muy ocupado”. Ésa era su actitud. Una pena, supongo que lo que quería en ese momento era ganar dinero. Y eso tiene un cierto patetismo, pero sucede muy a menudo.


¿Cómo fue el trabajo con Arnaud d´Usseau, Bernard Gordon y Julian Halevy (también conocido como Julian Zimet) en Pánico en el Transiberiano (1972)? ¿Cómo surgió ese coctel de terror y ciencia-ficción? El film evoca sin embozo el cine de la productora británica Hammer (la historia transcurre a principios del siglo pasado, Peter Cushing y Christopher Lee son unos científicos ingleses, el vestuario es muy clásico, victoriano...) y, a la vez, El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, Christian Niby, 1951)...

Surgió por el trabajo, porque trabajando surgen muchas cosas. Arnaud d´Usseau había hecho una escaleta de unas pocas páginas sobre un tren –porque se trataba de aprovechar una maqueta de un tren que se había comprado para El desafío de Pancho Villa y que había costado muy cara- que llevaba a una compañía de teatro o de circo..., una historia que no nos gustaba (a Martín, Gordon y Halevy) y entonces la desechamos. Continuamos buscando otros recursos. No sabría decirte cómo surgió, son tantos guiones, tantos años... El peso del guión lo llevaron sobre todo Gordon y Halevy. Además, luego con Gordon tuve la suerte de hacer lo que hacía John Ford con Dudley Nichols, tenerlo en el rodaje para cualquier apuro que surgiera sobre el guión. Aunque como era también el productor ejecutivo, no podía estar todo el tiempo. Pero venía con mucha frecuencia porque teníamos una magnífica amistad. Nos apreciábamos mucho.

Mientras yo estaba rodando El desafío de Pancho Villa –que me parece una película bastante floja-, nos reuníamos para escribir Pánico en el Transiberiano los fines de semana; también al terminar el rodaje nos quedábamos charlando un rato sobre ella. Nos gustaba a todos y nos parecía que podía funcionar. Como contábamos con unos actores maravillosos, los mejores que con los que podíamos contar, tenía que salir algo bueno.

Gordon, d´Usseau y Halevy fueron destacados blacklisted durante la caza de brujas en Hollywood y habían hecho de negros para Yordan en los años 60. ¿Fue idea de alguno de ellos el que el alienígena sólo ocupase los cuerpos de aquellos que representan los pilares de la sociedad y la defensa de la moral institucional (los del jefe del policía y el pope)? Creo que la película tiene un gran sentido de la ironía. El extraterrestre explica la historia de nuestro planeta, la evolución, por boca del fanático religioso interpretado por Alberto de Mendoza.

Tenía mucho humor, sí. Pero eso ya me parece que es una interpretación tuya (risas). Eso viene de un sentimiento que compartíamos todos. Yo no era comunista, pero qué duda cabe que compartía muchísimas de las ideas de Gordon. A todos nos parecía muy divertido que el cura fuese un anormal, un fanático. Igual que el policía. Nos parecía muy bien, pero no por (Joseph) McCarthy, sino porque era una forma de pensar en la que coincidíamos espontáneamente.

¿Cómo planteó la fotografía con el operador Alejandro Ulloa? Pese a la presencia de Christopher Lee y Peter Cushing, la película está más cerca de la serie B americana que de un film de la Hammer.

La verdad es que yo nunca intenté acercarme a la Hammer, entre otras cosas porque, aunque parezca mentira, no había visto ninguna película de ellos. No me interesaban demasiado, no eran objeto de mi devoción. Aunque muchos lo han comentado, no quise acercarme a la Hammer porque, como te digo, en realidad no sabía cómo eran sus películas. Había oído hablar de ellas, por supuesto, pero no me apetecía mucho verlas y no las había visto.

Lo que yo pretendí era que Alejandro Ulloa hiciese una fotografía que tuviera ese aire como de película americana de aventuras, donde todo se ve pero, sin embargo, hay un gran relieve, nunca hay nada plano. Donde los negros no son totales, sino que son negros transparentes, y donde puede haber misterio. Te llena la imagen, no sucede esa cosa de las películas españolas de ahora donde las partes oscuras no se ven nada porque se intenta que resulte todo muy misterioso; creo que ése no es el camino a seguir. Y yo había visto algunas películas de Alejandro, coproducciones con Italia, y en ellas había esa capacidad que te comentaba; podía reproducir bastante bien ese aire americano. Que no era de la Hammer, era americano. Y, además, (Ulloa) era muy rápido y, sobre todo, terriblemente divertido.

¿Cómo fue el rodaje? Todos los directores españoles que realizaron cine de terror coinciden en las dificultades físicas y técnicas que se padecían al hacer este tipo de películas, en aquel momento los efectos especiales de maquillaje apenas existían y tenían que ir inventándose sobre la marcha.

Bueno, eso es verdad. Aunque nosotros tuvimos solamente un problema, pero muy gordo: las lentillas. En aquel momento no teníamos capacidad para resolverlo. Hicim
os muchas pruebas, pero nunca dimos con una solución ideal. Al final, llegamos a una solución que obligó a los actores a estar prácticamente ciegos: unas lentillas cerradas. Cuando el actor se las ponía, no veía nada, pero absolutamente nada. De manera que teníamos que ensayar con ellos antes. Eso tampoco importaba, porque el hecho de que no viera nada le daba un aire un poco misterioso, inquietante; parecía que estaba viendo algo que nosotros no veíamos. Pero la realidad es que ensayábamos la escena mecánicamente para que no se pegaran una hostia. Por lo demás, el rodaje fue muy bien, sin problemas de ningún tipo.

¿Es cierto que los créditos los diseñó Iván Zulueta?

No es exactamente que los diseñara. Un director americano ya mayor que no conseguía trabajo, no recuerdo su nombre, que tenía contratado Yordan para montar cualquier cosa -otro ejemplo de la ambigüedad de Yordan: como este hombre era muy amigo suyo y no tenía para vivir, le contrató, todo un detalle de bondad por su parte; pero, al mismo tiempo, le pagaba una mierda, o sea, que le venía muy bien-, conocía a Zulueta. Y cuando estábamos discutiendo el diseño de los créditos, este americano comentó que Zulueta tenía una idea. Yo no le conocía y un día nos reunimos los tres y Zuleta me dijo: “Mi idea es la siguiente: cogemos un proyector de diapositivas, lo encendemos y lo dirigimos hacia la cámara, como si fuera la luz frontal de la locomotora que avanza misteriosamente hacia ella”. Y el director comenzó también a dar ideas, porque era un gran montador, tenía una enorme capacidad. Los créditos son una mezcla de la imaginación de Zulueta y la capacidad como montador de este hombre. Porque, si te fijas en los títulos de crédito, no es que el proyector esté quieto todo el tiempo, sino que hay también otras cosas, que son obra del americano. Me convencieron y cuando se rodó y vi el resultado, quedé encantado. Me pareció precioso.

Para ser sinceros, me parece que su cine fantástico está a años luz del de Jesús Franco, Paul Naschy, Amando de Ossorio o Juan Piquer Simón. Acaso resulta más próximo a los acercamientos al género de Jorge Grau o Chicho Ibáñez Serrador. ¿Qué opinión tiene del llamado "terror de pipas"? ¿Cuáles cree que son las razones del boom de ese tipo de cine, cuando en España apenas había una tradición fantástica propia, unas raíces autóctonas?

No lo sé... Vuelvo a decirte lo mismo de antes: ese cine de terror era absolutamente mimético. No teníamos tradición de cine de terror porque apenas existe en la literatura española. Tienes que remontarte a (Gustavo Adolfo) Bécquer, o a Álvaro Cunqueiro... En España hemos tenido siempre un terror de plaza abierta al sol, donde la Inquisición está torturando a un reo o los fascistas fusilando a alguien. Un cine de terror de cuchillo.

De horror realista, como Una vela para el diablo (1973).

Eso es. Ése es el cine de terror español. Todo lo demás ha sido cine mimético. Entonces, como tenían que ganarse la vida trabajando, haciendo cine, hacían películas sobre el hombre-lobo, Frankenstein, etc. Todo era copiar el cine que se hacía cine en los EEUU. Es un cine que respeto porque ha permitido vivir a una serie de compañeros, pero a mí no me ha interesado; de hecho, si he podido, lo he evitado. Me parece que yo no lo hecho nunca. No estoy seguro.

En todo caso, el cine de Amando de Ossorio parece más original.

Sí, la primera película de Ossorio tenía cierta gracia. A Amando no le trate nunca, pero era muy buen amigo de Lone (Fleming), mi mujer (1). Me parece que tenía una gran capacidad imaginativa. Creaba unos mundos muy particulares, aunque no tenía dinero y sus películas eran muy precarias. Indudablemente, la imagen de los templarios cabalgando a cámara lenta con esa extraña música ha quedado, mucho más que las películas del hombre-lobo de Paul Naschy. Señal de que en Amando había una capacidad creativa como para llegar hasta cierto sitio. No mucho más, claro.

También trabajó asiduamente con Antonio Fos, que escribió numerosas películas de horror, algunas de ellas junto a Moreno Burgos, en las que cultivó la figura del psycho killer cañí. ¿Podría considerarse a Marta, el personaje de Aurora Bautista en Una vela para el diablo, una psicópata? ¿Cómo nació el explosivo guión de este film?

Antonio Fos y yo fuimos muy buenos amigos. Yo le quería mucho porque era muy entrañable y lamenté enormemente que se alejara del cine. Además, era un hombre muy divertido. Tenía una estupenda vis cómica y sabía hacer unos diálogos de comedia magníficos, sobre todo cuando le exigías y le apretabas las tuercas, porque él también era muy facilón: se tumbaba en un sofá de su casa y podía pegarse tirado allí horas y horas. Eso lo he vivido, he tenido que levantarle del sofá para que se pusiese a trabajar conmigo codo con codo. Pero luego funcionaba, funcionaba muy bien. Por ejemplo, en una de mis mejores comedias, Tengamos la guerra en paz (1977), la mayor parte de los diálogos son de Antonio y me parecen muy divertidos. Hace poco la he vuelto a ver y creo que siguen conservando cierta frescura. Y eso es mucho decir en comedia.

No conozco el cine de Antonio que me comentas; sólo he visto lo que hizo conmigo, y luego sé que colaboró con Vicente Coello..., creo. Pero sí, qué duda cabe, el personaje de Marta es una fanática, una psicópata fanática. Aunque no creo que fuera sembrado por Antonio por hacer ese tipo de películas. Él no tenía asuntos propios porque era muy vago y, si no le llamabas, seguía tumbado en su sofá.

Creo que la idea de Una vela para el diablo era mía y se la propuse a Antonio y le gustó. Nos pusimos de acuerdo en ubicarla en un lugar profundo de Andalucía y hacer una película sobre algo que yo conocía muy bien, el fanatismo de ciertas personas del pueblo español -por eso insistí mucho en que se rodase casi toda la película en un pueblo de esas características-. Creo que si hay algo que no he sido nunca es fanático, tampoco Antonio. Nos entendíamos muy bien en la clase de historia que queríamos contar y surgió con facilidad. Llevé el primer guión a Paramount, donde gustó mucho y me ofrecieron cinco millones en garantía de distribución, que era mucho. Pero me faltaba un poco de dinero. Como quería que Pepe Aguayo fuera el operador, porque me gustaba mucho su fotografía y estaba convencido de que la iba a hacer muy bien, le mandé el guión y a él le gustó tanto que puso el dinero que faltaba. Y la hicimos entre los dos, al 50 %. No tuve que acudir a ningún productor y tuvimos una cierta libertad. Lo malo de eso es que luego la censura nos jodió. La llevamos a Cannes -al mercado, no a la sección oficial como película nominada- y se vendió muy bien. Pepe y yo regresamos contentísimos, convencidos de que nos íbamos a hacer ricos con la película, pero ésta no había pasado censura, porque estaba recién salida del laboratorio. Y entonces (los censores) se cargaron mucho, muchísimo; la deshicieron. Lo que quedó lo volvimos a montar y lo mandamos a los compradores. Todos nos la devolvieron. Menos el inglés, porque era una coproducción con Inglaterra. No tuvo la suerte que podía haber tenido.

La película es perfecta, redonda. Hay un momento extraordinario en que Marta observa a los chicos del pueblo mientras estos se bañan; la mayoría apenas son unos adolescentes, pero Marta se siente turbada por su desnudez y huye, lacerándose con las zarzas...

No, no es perfecta, pero bueno. Aunque ese momento no está mal, es verdad.

Me gusta mucho cómo utilizó el zoom en la película. No resulta arbitrario, sino todo lo contrario, es muy efectivo de cara a la atmósfera creada y la narración. ¿Cómo se plantea el aspecto formal de sus films? ¿Lo medita mucho, consulta o le siguen influyendo otras películas...?

No, no creo que me influyan otras películas. Digamos que hace mucho tiempo que aprendí, en parte trabajando con Nicholas Ray, una cosa que he seguido siempre y que me parece tan lógica y evidente que a cualquiera que sea profesional se le puede haber ocurrido. Se monta una escena con los personajes que intervienen en ella y, conforme vas viendo el ensayo, estos, los personajes, tienen necesidad de determinados movimientos y acciones; los pide el diálogo, la situación. Eres como un primer espectador de aquello, así que, cuando lo que hacen los actores en la escena te convence plenamente -te emociona, te divierte o te espanta, pero te convence: te lo crees-, en ese momento te reúnes con el director de fotografía y decidís cómo recogerla de la mejor manera posible, para que no se pierdan los matices que tiene. Es entonces cuando montas la escena desde el punto de vista técnico. Pero, por supuesto, ha mandado la emoción, el carácter, la situación..., por encima de todo. Como en la famosa anécdota de Howard Hawks. Ya sabes: “¿Dónde ponemos la cámara?” “Fuera del estudio”. Eso para mí es sagrado.

En cuanto al zoom: el efectismo es falso, así que hay que evitarlo. Tiene que ayudar al personaje, a la narración.

¿Qué puede contarnos de No quiero perder la honra (1975), Esclava te doy (1976) y Call Girl (1976)?

Pues Call Girl no la he visto desde que la rodé, así que no te puedo decir nada. Sé que era una película con Teresa Rabal. Estoy buscando una copia y no la encuentro, porque me la pidió Carlos Aguilar.

Esclava te doy es una comedieta poco ambiciosa, amable, con un guión que no está mal, pero que tiene un problema que la destroza: Hay una serie de actores secundarios que están excelentes, muy entonados, pero Alfredo Landa, que hace el papel protagonista y estaba en su momento de gloria (del “landismo”, me refiero), está desorbitado, absolutamente falso, desde que comienza la película. Y todas las relaciones de su personaje con el resto se destruyen. En parte es culpa mía, porque yo tenía que haberle forzado a actuar de otra manera. Supongo que no tuve la fuerza en aquel momento de hacerlo, quizás porque la película estaba montada en torno a la idea de que el protagonista era Landa y él mandaba. No podía decirle que se olvidase de su personaje de siempre y probásemos un Landa distinto. Se me escapó de las manos y está muy mal.

En cambio, No quiero perder la honra es una película muy tierna. Me gusta, creo que está bien. Tiene unos diálogos sencillos, humanos, ingeniosos, y una serie de escenas magníficas. Hay una mirada a la época de los 40, a los años del hambre, aunque tampoco es que tuviera intención de reproducir exactamente aquel ambiente. Pero me resulta muy simpática, creo que está conseguida en muchos aspectos. Tiene emoción, la cual no es fácil de conseguir.

Su siguiente película, Aquella casa en las afueras (1980), no me gusta mucho. Parece una mezcla de La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, Wes Craven, 1972) y los escabrosos melodramas de seudo-denuncia social de la época. ¿Cómo surgió el proyecto?

La verdad es que no he vuelto a verla, así que no recuerdo cómo quedó. Yo tenía mucha amistad con Summers porque estuvo viviendo un tiempo en Granada y nos hicimos amigos. Y, cuando vino a Madrid, acudió a mí para que le diera trabajo (risas). Pero yo había hecho una o dos cositas, muy poco. Lo apreciaba mucho, a pesar de aquellas obsesivas manías políticas suyas. Éstas no importaban porque era muy buena persona, un chaval muy entrañable y divertido, al menos en toda su primera época. Al parecer, él tenía buen concepto del cine que yo hacía y me llamó. Yo siempre he dicho que sí a todas las películas, porque tenía que hacerlas, no tenía más remedio. Me pasa algo parecido a Mario Bava, que decía que nunca había dicho “no” a una película. Pues cuando leí el guión, fue la primera vez en mi vida que dije: “esto yo no lo hago” (risas). Creo que siempre he sido un hombre bastante independiente, jamás un fanático, y aquello era..., vamos, no estaba para nada de acuerdo con lo que querían decir (Summers y Antonio Cuevas). Eso de que el aborto es un horror, un pecado terrible, son cosa de los curas. Y eso que he hecho películas con el Opus Dei, pero jamás me pidieron que me traicionara a mí mismo, de modo que no me importaba. Recuerdo que cuando estaba dirigiendo para ellos Hipnosis, me encontraba con (Elías) Querejeta, (Antxon) Eceiza, Jorge Grau, (Antonio) Mercero…, todos los que querían hacer cine, no tenían más remedio, porque (los del Opus Dei) eran los únicos que tenían dinero. En cambio, con el guión de Summers y Cuevas (2) no podía. Entonces (Summers) me dijo: “Mira, Eugenio, como quiero que la dirijas tú, hacemos una cosa: te doy libertad para que cambies lo que quieras en el guión. Pero la haces tú”.

Lo intenté con un amigo mío, con el que he trabajado en muchas ocasiones, Isaac Montero: “Tenemos la posibilidad de ganar algún dinero con esto. Pero lo que se pretende es decir que el aborto es un pecado, ¿qué podemos hacer?”. ¿Cambiarlo todo y decir que es lo mejor del mundo? No parece sensato, el tema se presta a cierta ambigüedad. Entonces Isaac me dijo: “Vamos a hacer que esta mujer está loca y, como está mal de la cabeza, pues puede defender cualquier disparate. Y añadimos otro personaje que le hace comprender que aquello es una barbaridad”. Bueno, eso ya encajaba. Pero, como te he dicho, no sé si logramos resolverlo porque no he visto la película. No sé si quedó claro que sólo adoptan posturas fundamentalistas las personas psicológicamente inestables. Aunque, eso sí, fue un placer trabajar con Alida Valli.

No he visto Sobrenatural (1981). ¿Qué puede contarnos de este film?

Sobrenatural no está mal. Está bien rodada. Con ello quiero decir que está bien contada. Pero es una película que nació desgraciada. Cuando se planteó, Summers me dijo que quería que la hicieran Cristina Galbó y Máximo Valverde, que eran íntimos amigos suyos. A mí Cristina Galbó no me parecía mala actriz, pero resultaba muy poquita cosa. Un reparto con Cristina Galbó como cabeza de cartel no tenía ninguna fuerza. Y, para colmo, acompañada por Máximo Valverde, que, en aquel momento, era el señorito andaluz. ¡Un señorito andaluz haciendo un papel dramático! Era una catástrofe de reparto, se lo dije a Summers: “Manolo, es que es una película de terror con Cristina Galbó y Máximo Valverde, se van a cachondear de ella”. Tuvimos muchas peleas, pero, al final, como yo tenía que ganar dinero, acepté y traté de que fuera lo mejor posible. Contraté a otros actores que eran mejores para que me ayudaran a defender lo indefendible: Lola Lemos, Juan Jesús Valverde... Pero no está mal contada e incluso tenía cierta eficacia para el momento. Prueba de ello es que Cuevas la vendió muy bien en todas partes. No está mal, es de las que yo considero discretas.

Su relación con Kalender Films prosiguió con una adaptación de la novela de Juan Valera Juanita la larga, que convirtió en (mini)serie de TV. ¿Cómo nació este proyecto, tan distinto en intenciones, estilo y resultados de Aquella casa en las afueras y Sobrenatural? ¿Cómo fue el trabajo de adaptación con Daniel Sueiro e Isaac Montero?

Yo llevaba mucho tiempo intentando hacer adaptaciones literarias y siempre, por unas razones o por otras, había fracasado. Pero la novela de Valera me parecía muy divertida e hice, no sé si solo o con Isaac (Montero), una especie de tratamiento y lo presentó Antonio Cuevas -porque yo no tenía productora en aquel momento-, a un concurso de proyectos que convocó TVE. La idea era dividirnos luego las ganancias, aunque esto nunca sucedió, me quedé con mi sueldo y no vi un céntimo del resto; esto ocurre muchas veces en el cine. Trabajamos (Isaac Montero y Martín) con Daniel Sueiro... No, Sueiro se incorporó al grupo de guionistas que formé para la biografía de Cervantes (Alfonso Ungría, 1980), que tenía que haber dirigido yo. Ese proyecto (Cervantes) lo presenté en TVE y contaba con Montero, (Manolo) Matji y (Camilo José) Cela, que supervisaba. Había ido a ver a Cela y me había dicho: “Si consigues el acuerdo con TVE, sólo te pongo una condición: que trabaje también mi amigo Daniel Sueiro”. Y a mí me pareció muy bien; además, Montero era íntimo amigo de Sueiro. Cuando los guiones ya estaban escritos e iba a comenzar la producción, me birló el proyecto un señor de TVE, que no era Alfonso Ungría, era otro. Me quitó la película de las manos y se la dio a Ungría.

Pero sí, en Juanita la larga estaban Montero y Sueiro. Matji no, porque la historia requería un sentido de la comedia que Manolo no tiene; Manolo Matji tiene otra brillantez, pero no en la comedia. Y quedó muy divertida. De todo lo que yo he hecho, es lo que más me gusta. A Antonio Cuevas le importaba un rábano, él sabía que hacer una cosa para TVE significaba dinero seguro. Hizo aquello como hubiera hecho La Divina Comedia, lo que fuera. Para él, era el dinero. Pero para mí era algo muy humano, muy divertido. Valera siempre ha sido un autor menor, pero Juanita la larga es una de sus comedias de costumbres más tiernas, más eficaces.

¿Qué opina de la llamada Ley Miró? Abolió la categoría S, pero también arrasó con todo el cine de género que se producía por aquel entonces en España...

Hace un tiempo leí unas declaraciones de José María Otero en las que decía que antes de la Ley Miró, el porcentaje de mercado era de un 33 % de cine español y a partir de ella, comenzó a bajar y bajar hasta donde estamos ahora, el 10% o una cosa así. Pero creo hablar de esto es meterse de lleno en la compleja cuestión de las mayorías y las minorías, de si el cine es para masas o para minorías... A mi modo de ver, la Ley Miró tuvo cosas positivas y negativas. Apoyó un cine más inteligente, con más ambición, que ha dado muchos frutos, pero despreció totalmente lo que se llama cine comercial, que no debe ser despreciado porque tiene también un enorme valor -y ahí está América-. Lo despreció, lo ignoró y se lo cargó, produciendo un grave perjuicio a la industria del cine español.

No conozco Un encargo original (1983)...

Un encargo original no eran más que adaptaciones. Hacíamos -porque éramos varios guionistas- propuestas del estilo: “Oye, que voy a hacer un desarrollo de un cuento de Chéjov”. Pero yo no rodé nada de aquello, sólo escribí varios guiones.

En Vísperas (1987) adaptó a Manuel Andújar y abordó el caciquismo rural y la lucha de clases...

Sí, era una serie muy importante, producida por mí, con guión de Montero, Sueiro y mío (3). Conocí a Andújar, porque me lo presentó Sueiro, y era una persona extraordinaria, humanamente y como escritor. Había leído sus novelas y me habían encantado, sobre todo la trilogía Vísperas, así que se la propuse a TVE y en seguida me dijeron que sí. Hicimos una serie de siete horas y media y quedó muy bien. Es una adaptación literaria de altura, con mucho rigor y ambición, que no tiene nada que ver con las películas comerciales que yo hacía antes. Aunque tampoco es esto. De un tiempo a esta parte, me estoy dando cuenta de que películas que yo despreciaba, a mucha gente le encantan; ha disfrutado con ellas o le interesan muchísimo. Me deja muy sorprendido, no sé bien qué pensar.

¿Cómo surgió la oportunidad de volver al cine con La sal de la vida (1996)?

La sal de la vida la escribí con Montero y Margarita Mateo (4). No es una película conseguida, porque, de nuevo, no conseguí a los actores que quería. Era un guión premiado en el ICAA que mandé a Antena 3 TV, donde había alguien que yo conocía. Allí les gustó mucho y me dijeron que me daban un anticipo, unos derechos de antena muy importantes; no se cubrió toda la película, pero casi. Hubo también otros dos coproductores, que pusieron el resto con mucha facilidad. Pero no pude tener a los actores que tenía en mente y había una serie de compromisos, según los cuales, si no la hacíamos antes de cierta fecha, se perdían los derechos de antena, con lo cual, no se podría hacer. Y cogimos los actores que pudimos encontrar, que no eran los ideales, ni mucho menos. Es una película fallida que quizás no supe llevar adonde quería.

¿De cuál de sus películas está más contento, más orgulloso?
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Pues, al margen de Juanita la larga, me gusta mucho Tengamos la guerra en paz. Aunque fue muy polémica porque, cuando se estrenó, tuvo críticas muy buenas y a la vez unas críticas feroces que argumentaban que no se podía tomar a cachondeo la Guerra Civil. La base de la película proviene de Santiago Ontañón, que fue compañero de Federico García Lorca en La Barraca y a quien yo tuve como decorador. Fuimos muy buenos amigos y me contó una historia de la Guerra Civil sobre un pueblo de Madrid que estaba situado en un lugar un poco indeterminado en relación con la guerra; a veces estaba del lado rojo y otras del lado franquista, dependiendo de los movimientos de las tropas. Entonces, los dos alcaldes del pueblo, aunque se llevaban terriblemente mal, llegaron con muy buen criterio a un acuerdo: cuando llegaran las tropas franquistas a requisar a lo bestia, saldría el alcalde fascista a protestar y cuando se acercasen las patrullas de milicianos, lo haría el comunista. Esa es la historia de la película. Tuvo mucho éxito y se vio muy bien en el extranjero, pero tuvo esa clase de críticas. Esa película es muy, muy simpática y a mí me sigue gustando mucho.

¿En qué está trabajando actualmente?
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He hecho varios intentos de cosas que hasta ahora no han salido. Estuve haciendo una serie para TV que se llamaba Pasapoga. Sucedía en los años 40 en el cabaret del mismo nombre que había en Madrid, un local muy famoso donde se reunían los estraperlistas, las prostitutas y los miembros de los servicios secretos de Alemania, Italia e Inglaterra -porque era plena guerra-. Allí planeaba el jefe del servicio secreto alemán el asalto a Gibraltar, rodeado de putas, vino y música. Y la serie contaba también las relaciones de éste con Franco, y los consejos que el Caudillo le daba sobre cómo tenía que apoderarse del peñón. Gilipolleces, porque la guerra que conocía Franco no era la moderna, sino la de Marruecos. Había una parte que recuerda un poco a Casablanca (Michael Curtiz, 1942) -porque era eso, alemanes contra ingleses-, pero en un ambiente musical que se corresponde con los cuplés que en aquella época se cantaban en España. Era una serie preciosa, pero al final costaba mucho dinero y en el último momento no se hizo. Estuvimos preparándola durante dos años. Al menos nos pagaron, claro.

También he hecho una adaptación de Cervantes, de El celoso extremeño, una novela que me gusta mucho, pero no he conseguido ponerlo en pie. Y ahora estoy preparando otro proyecto del que, por el momento, no puedo contarte nada. Pero es magnífico, lo que más me gusta de todo lo que estoy haciendo ahora. Ya veremos si sale.

(1) Actriz justamente mítica de La noche del terror ciego (1971), El ataque de los muertos sin ojos (1973) o La endemoniada (1975), todas ellas dirigidas por Amando de Ossorio. Trabajó con Martín en La última señora de Anderson, Una vela para el diablo, No quiero perder la honra, Call Girl y Tengamos la guerra en paz.
(2) También constan como guionistas Eduardo Álvarez, J.M. González Castrillo y Manolo Matji.
(3) En algunas filmografías aparecen acreditados como autores del guión Martín, Sueiro y Manolo Matji, no así Montero.
(4) Junto con Javier Azpeitia, según consta en los créditos del film.

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martes, 11 de noviembre de 2008

Entrevista a Eugenio Martín: El profesional (parte 1)


Los profesionales (The Professionals, 1966), el excelente film de Richard Brooks, bien podría ser una metáfora de la carrera de Eugenio Martín (Granada, 1925) e incluso resumir su código personal. Su nombre está irremediablemente ligado a un puñado de películas justamente míticas (Los corsarios del Caribe, Duelo en el Amazonas, Pánico en el Transiberiano, Una vela para el diablo...) y comprende veinte años de la historia de ese otro cine español alejado del prestigio de los festivales internacionales: el cine “de géneros” y las coproducciones europeas, al que Martín aportó una inusitada pulcritud técnica (cuando no una decidida brillantez formal: Hipnosis, El precio de un hombre) y un poderoso talento narrativo. Pero Eugenio Martín es también el responsable de sendas adaptaciones de Juan Valera y Manuel Andújar (Juanita la larga y Vísperas, respectivamente), las cuales dejan en pañales a las caligráficas ilustraciones literarias del cine español de los años 80, muchas de ellas curiosamente más reputadas.

Carlos Aguilar acaba de escribir con Anita Haas un libro sobre su obra (Eugenio Martín. Un autor para todos los géneros, Ed. Festival de Cine Clásico de Granada, 2008) y va a ser homenajeado en la primera edición de Retroback (Festival Internacional de Cine Clásico de Granada), que se celebrará del 24 de enero al 1 de febrero del próximo año.

¿Siempre le interesó el cine? ¿Admiraba a algún cineasta?

Sí, desde pequeño. Supongo que es uno de esos casos que llaman de vocación. Me lo imagino, vamos. Cuando tenía nueve o diez años -y de esto hace mucho-, en la época justamente anterior a la Guerra Civil, recuerdo que cada vez que veía una película -y veía poquísimas, porque no tenía dinero para ir al cine-, me sentaba luego en la calle, rodeado de mis amigos, y no sólo les contaba la película que había visto, sino que, para que aquello diera más de sí, lo que hacía era inventarme variantes, historias que se salían de la película que había visto. Es una de esas imágenes de niñez que se te quedan. Posteriormente, pensando en ello, he llegado a la conclusión de que, desde un punto de vista genético o como quieras llamarlo, yo ya era un narrador. Siempre me ha interesado mucho contar historias y, luego, a pesar de que comencé a estudiar la carrera de Derecho en Granada, la dejé para meterme en el cine, en lo que entonces se llamaba el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC), que era como un antecedente de la Escuela de Cine (EOC: Escuela Oficial de Cinematografía).

Háblenos de su paso por el IIEC. ¿Había dirigido ya algún cortometraje?


Sí, antes de ingresar hice un corto de veinte minutos que se llamaba Viaje romántico a Granada, basado en los grabados que existen en el archivo de La Alhambra. Allí hay una riqueza extraordinaria de grabados, en especial aquellos de los viajeros que, a lo largo del siglo XIX, venían a España por ese impulso romántico creado por (Théophile) Gautier o Gustavo Doré. Con esos grabados hice lo que en aquella época se llamaba un documental de arte. Y salió bien: lo hice con mucho ritmo, mucho montaje, para que tuviera un gancho de tipo más moderno, lo patrocinó la Universidad de Granada y le dieron el primer premio en el Festival Internacional de San Sebastián. En fin, tuve suerte.

Aquel trabajo me facilitó hacer otros cortos, como Detrás de la muralla, que abordaba el mundo de los gitanos desde un punto de vista casi antropológico, realista. Como yo vivía en El Albaicín -que está justo al lado de la zona en la que viven todos los gitanos-, conocía a algunos de forma directa -no como turista-. En ese corto recogí la manera en que los gitanos organizaban una zambra en una cueva para aquellos que querían ir, que no sólo eran turistas; se trataba más bien de los señoritos de Granada, los que tenían perras. Era, como te digo, casi un estudio antropológico, pero no tenía esa seriedad, porque yo procuraba que fuera divertido. Tuvo un premio -un primer premio, me parece- de lo que entonces se llamaban premios del Sindicato.

Luego hice otro corto más, Romance de una batalla, basado en una batalla que hay a lo largo de todo un mural en El Escorial. También era un documental de arte. Usando el montaje, procuré mostrar aquella batalla, en la que se veían todos los ejércitos desplegados y, bueno, no debió salir mal porque le dieron el Premio Nacional Ejército.

¿A quiénes tuvo por compañeros? ¿Cómo era el ambiente que se vivía allí?

Pues mira, conocidos, a ninguno. Cuando yo entré, acababa de terminar (Carlos) Saura y dos años antes, (Luis García) Berlanga. (Juan Antonio) Bardem no había acabado porque le suspendieron en el último ejercicio y se largó, muy cabreado. Yo ingresé con otros seis o siete, pero ninguno de ellos llegó a incorporarse a la industria. Por ejemplo, José Luis López Muñoz, que no hizo cine, pero es un traductor espléndido, quizás el número 1 en España. Después de dos o tres promociones posteriores, ya entró la gente que haría el Nuevo Cine Español: (Julio) Diamante, (Manuel) Summers... Pero en mi promoción ninguno, yo fui el único que luego se incorporó al cine.
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La mayor parte de su cine ha estado vinculado a las coproducciones de género, pero creo que, personalmente, prefiere un cine de contenido más social. Háblenos de su primera película, Despedida de soltero (1958).

En realidad yo no he querido hacer un cine de tipo social, no me ha apetecido nunca. Lo que sucede es que mi primera película, Despedida de soltero, se inspiraba en las películas neorrealistas italianas de entonces. Quise hacer neorrealismo español y la película tiene, además, un componente en cierto modo autobiográfico; ya sabes que la autobiografía se toma como punto de partida y luego te vas por otros sitios. Tiene una parte autobiográfica y otra parte que es influencia del neorrealismo italiano. Pero como era nuevo, los productores tenían miedo y me pidieron que añadiera elementos de comicidad, con más intensidad de la que tenía. Entonces, por iniciativa del que era el productor ejecutivo, fuimos a ver a Alfonso Paso para que le añadiera detalles de comedia. Y, en efecto, Paso, que era muy hábil para ese tipo de cosas, añadió esos detalles de humor, que no estaban mal, pero que desvirtuaban la intención que yo había tenido. Que no era social, sino puramente humana: la descripción de un caso humano. Esto hizo que la película resultara un poco ambigua, una mezcla que no terminaba de ser ni un buen producto del neorrealismo ni un film decididamente cómico. Se quedó entre dos aguas, lo que me perjudicó, porque en taquilla no funcionó. Y, claro, hacer una primera película y que no funcione bien en taquilla, es mortal de necesidad; hace falta mucha suerte para que puedas reemprender el camino. Supongo que en aquel momento tenía reservas suficientes de energía y voluntad y pude continuar.

¿Cómo llegó a trabajar como ayudante de dirección, o director adjunto, de Nicholas Ray o Nathan Juran?

Tras el fracaso de Despedida de soltero quise trabajar y ganarme la vida, y lo único que podía hacer era trabajar como director adjunto. Entonces el Sindicato tenía una fórmula según la cual era necesario que en cada película extranjera que se venía a rodar a España hubiera un director adjunto, un director de fotografía adjunto y un montador adjunto. Se trataba, simplemente, de dar trabajo a los miembros del Sindicato, que éramos todos, porque no se podía trabajar si no estabas afiliado. El director ajunto, concretamente, no hacía nada. Era un cargo que se sentaba ahí a mirar, pero, claro, yo era incapaz de hacer eso e inmediatamente me ponía a intentar hacer algo. Entonces, lo único que podías hacer era ser ayudante del ayudante. Era lo único, porque el ayudante, inglés o americano, era el que sabía lo que tenía entre manos. Aparte de que yo, en aquel momento, todavía no sabía inglés. Entonces, trabajando como director adjunto, fui ayudante de una serie de directores, generalmente ingleses: Roy Rowland, y otros. Buenos directores, de primera línea, con los cuales aprendí mucho. Y, además, aprendí a hablar inglés.

Luego, como ya sabía un poco el oficio de ayudante -que no conocía antes, ni me lo habían enseñado en el Instituto, porque en el Instituto no se enseñaba casi nada en aquel momento, mucho menos la profesión de ayudante-, me llamó un español medio inglés llamado Roberts, que era el encargado de resolver los permisos en España, para trabajar en una producción de Charles Schneer: “Pero, ¿yo solo?”. “Sí, sí, tú solo”. Y fui por primera vez de ayudante único, sin americano ninguno, en Simbad y la princesa (The Seventh Voyage of Sinbad, Nathan Juran, 1958). Como aquello salió bien, Charles Schneer quiso que me marchara con él a América para terminar cosas del montaje, pero yo no podía porque acababa de casarme y ya venía un hijo de camino. Ojalá me hubiera ido, claro, pero no podía. Sin embargo, volvió a llamarme para La isla misteriosa (Mysterious Island, Cy Enfield, 1961). Vinieron (Ray) Harryhausen y Schneer, pero no el director; y los tres fuimos, creo que a (los estudios) Chamartín, a hacer una serie de pruebas de unos volcanes que estallaban, una lava que corría y una serie de cosas de ese tipo, trabajos de preproducción. Y haciendo estos trabajos sin el director, a quien yo no llegué a conocer, Nicholas Ray llamó a Schneer para pedirle que me incorporase unas semanas al rodaje de Rey de reyes (King of Kings, 1961), porque su ayudante -Carlo Lastricati, un italiano magnífico, eficacísimo- se había puesto enfermo. Y fue el propio Schneer, que le había hablado a Ray muy bien de mí, quien me dijo: “Vete con Ray, porque te interesa mucho más”. De esa forma comencé a trabajar con Nicholas Ray.

Fruto de su experiencia en aquellas coproducciones, surgió el film de aventuras Los corsarios del Caribe (1961)...

Sin haber acabado Rey de reyes, estando en pleno rodaje, me llegó una proposición para dirigir una película. Para mí fue la luz que se abría de nuevo. Aunque, bueno, era una película de piratas. Pero la cogí como hubiera cogido lo que fuese, porque era dirigir. Me despedí de Nicholas Ray y me fui a preparar Los corsarios del Caribe, que estaba basada en una especie de cómic de un italiano que traía ya el guión hecho (Gianfranco Parolini); yo no intervine para nada. Era, como te digo, una película de piratas, pero a mí siempre me han gustado estas películas de aventuras, porque tienen una cierta dosis de ingenuidad y se basan en una narrativa ágil, divertida, ingeniosa. La rodé con muchos problemas, pero, al final, quedó bien. Yo nunca creí que fuera gran cosa. Todos los sueños que tenía de ser un Fellini naturalmente estaban muy aparcados en aquel momento. Pero gustó mucho en el mercado que había en Europa de ese tipo de cine: funcionó estupendamente en Italia, Alemania, Francia... Mucho mejor que en España, que no estaba preparada. Aquí teníamos un peso político tan formidable que todo lo que no fuera hacer una película para derribar a Franco, pues no interesaba, era cine de cuarta categoría. Una película de terror o de aventuras no se valoraba en absoluto. Pero a mí esa película me abrió realmente las puertas para hacer cine, porque como dio bastante dinero, entonces ya decían: “Hombre, sí, que la dirija Eugenio”.

Su siguiente trabajo, Hipnosis (1962), es un film extraordinario a medio camino de Hitchcock, los krimis alemanes de la época y aquel segmento de Alberto Cavalcanti para Al morir la noche (Dead of Night, 1945) protagonizado un ventrílocuo y su muñeco. ¿Qué le atrajo de este proyecto?

Me alegro de que te guste. La relación que estableces con esa película (Al morir la noche) la supe luego. En aquel momento no la conocía porque no había tenido tiempo de ahondar como historiador. Entonces había algo perentorio, que era ganarte la vida, sobrevivir en la profesión. Y eso impedía que hicieras trabajos de reflexión. Pero, bueno, la cosa es que aquello funcionó porque un chico que no era profesional (Gabriel Moreno Burgos) me pasó una especie de cuento. Ni siquiera tenía forma de cuento, era una narración mal escrita. Pero tenía un gancho, que era aquel muñeco. Me pareció que podía funcionar y le dije: “Déjame que lo arregle un poco y lo presento”. Hice un tratamiento y lo presenté a una productora que se llamaba Procusa. Les gustó y escribimos el guión. Se hizo una coproducción, con lo que tuve unos actores que no estaban mal; sobre todo los alemanes, eran los mejores. Y luego funcionó bastante bien en Europa. Incluso aquí tuvo cierto éxito y muy buenas críticas. Así que se puede decir que Hipnosis afianzó mi carrera tambaleante.

Me gusta mucho Duelo en el Amazonas (1965). Me parece un combinado delicioso de aventura exótica y cómic absurdo y creo que encierra, incluso hoy en día, una dignidad apreciable. Su empeño por sacar adelante un cine comercial de calidad y competitivo a nivel internacional resulta admirable. En mi opinión, fue el único cineasta español que lo logró, junto con Antonio Isasi-Isasmendi y Joaquín Romero Marchent.

Sí, somos, digamos, los precursores de lo que se está haciendo hoy en día, porque ahora los directores españoles están intentando rodar en inglés, hacer coproducciones..., un cine que se pueda ver en todas partes. Además, claro, de hacer un cine muy de autor o minoritario; las dos cosas conviven y pueden coexistir perfectamente. Lo malo de aquella película es que no estaba bien planteada de raíz por los productores. Por una razón muy sencilla, algo que, por otro lado, ocurría muy a menudo: la productora alemana tenía contratado a Pierre Brice porque había hecho una película en Alemania llamada Winnetou o algo así -Furia apache (Winnetou, Harald Reinl, 1963)-, una película de indios muy romántica que había tenido un éxito enorme; ya sabes que el público alemán tiene una cierta ingenuidad para este tipo de historias. Y querían hacer otra película con Pierre Brice, y llamaron a una productora española y preguntaron por algún material exótico para que lo protagonizase él. Alguien respondió que conocía a un productor brasileño y que se podría rodar una película de aventuras en Brasil. Sin tener idea de qué historia se iba a hacer. Me llamaron, me plantearon las condiciones y me preguntaron si tenía alguna cosa. Yo dije enseguida: “Sí, claro que sí”. Evidentemente, era mentira, no tenía nada en absoluto. Me mandaron entonces a Alemania, donde comencé a trabajar con un guionista alemán (Gustav Kampendonk). No teníamos historia, no teníamos nada, pero teníamos unos plazos, algo había que hacer. Y escribimos un guión que, a mi modo de ver, tiene grandes defectos, cosas que a un guionista de hoy no se le pasarían. Pero yo entonces era muy bisoño. Por ejemplo, el protagonista va buscando a un amigo, todo está montado en torno a eso, pero resulta que cuando lo encuentra, en esa escena no pasa nada. Ni el alemán ni yo le dimos intensidad dramática. Porque no sabíamos lo suficiente de guión. Luego hay también un personaje muy kitsch, que es la chica blanca y rubia que está ahí, como aparecida de la nada. Bueno, se dice en un momento que su padre murió y entonces ella ya se quedó allí. Pero es un personaje que hoy, cuando veo la película, me pregunto: “¿Por qué puse este personaje? No tiene sentido, no lo entiendo”. Y me lo explicó Carlos Aguilar: Gillian Hills había hecho una película en Alemania que era la no sé qué de la diosa Beni, en la que ella era la diosa Beni entre los indios, y se había hecho muy popular. Seguramente alguien nos dijo que la incluyéramos en el reparto: esas cosas pasaban constantemente (1). Hoy, al ver la película pienso: “Qué pena”, porque está bastante bien rodada -y te hablo en este momento sin vanidad, de verdad; aunque soy tan vanidoso como cualquiera, pero ahora te hablo sin vanidad-, yo tenía ya un cierto sentido de contar las cosas de forma que te las creyeras. Pero, claro, tiene unos defectos de estructura, de este personaje al que van buscando, o del de la chica, que son muy malos; de eso adolece la película. Y me parece que, bueno, tiene esa ingenuidad, pero hay planos muy bonitos. Si en aquel momento hubiera tenido un buen guionista -porque yo no soy un buen guionista; he hecho lo que podido, pero no soy un buen guionista-, te aseguro que esta película sería hoy un clásico importante del cine de aventuras. Pero no lo ha sido. Ni el alemán era bueno, ni yo era bueno; los dos éramos principiantes y hacíamos lo que podíamos.

Sus eurowesterns están muy bien considerados entre los críticos y los aficionados al género, especialmente, El precio de un hombre (1966)...

Sí, El precio de un hombre sí. Está bien rodado. Pero, sobre todo, tiene una virtud, por encima de todas las demás: está basada en una novela americana (Asesino a sueldo/The Bounty Killer, de Marvin H. Abert) que tiene una historia creíble, sensata, realista; propia de América pero que podría suceder en cualquier sitio. Como teníamos una historia sólida, hicimos un buen guión y, claro, aquello tenía que funcionar. Si además se añadió que yo tuve, por así decirlo, un instante o una época de brillantez en la forma de contar..., porque ahora la he visto y me ha parecido que en algunos momentos es brillante.

Creo que es una película excelente y, desde luego, el mejor eurowestern realizado por un director español.

Sí, a mí también me gusta. Salió bien porque teníamos una buena historia. En segundo lugar, porque Tomás Milian es un actor estupendo. Y luego porque creo que yo lo hice bastante bien.

¿Apreciaba el western? ¿y su derivación mediterránea, el eurowestern?

Verás, es que a mí me han gustado siempre las historias, no los géneros ni los estilos. Es decir, que me daba igual si el proyecto era un western o una película de aventuras o una comedia. Lo importante es contar una buena historia. Me vale con que el asunto sea bueno y yo me lo crea y me parezca que puedo hacer que los demás se lo crean. No tengo preferencias, me da igual.

El hecho de que se hicieran tantos westerns en España en aquella época era debido a que no teníamos la capacidad ni la posibilidad de hacer un cine más ambicioso, porque había una censura terrible. Ante esa censura, los directores, para vivir -estoy hablando en general, no del director que hace una película cada cuatro o más años, que suele ser una persona que tiene medios para vivir y que entonces se vuelca y trabaja mucho en un proyecto y, al cabo de los años que sean, hace una película buena; me refiero a los directores como yo, que cada día nos hemos tenido que buscar la vida-, tenían que decir que sí a las películas que les llegaban y luego tratar de sacarles el mayor partido posible. Y el western era un género donde no había compromisos con la censura. Lo único que había era violencia y ésta, como sabes, le importaba un rábano a la censura. Para ellos eso no significaba nada: no se atacaba a la Iglesia, ni a Franco, ni a los principios del Régimen. Se podían hacer westerns porque funcionaban: a la gente le gustaban y no tenían problemas con la censura. Lo mismo que la comedieta española, (Alfredo) Landa y compañía. Era el tipo de cine que correspondía a un país en dictadura gobernado por unas inteligencias absolutamente mediocres, escasas.

Creo que La vida sigue igual (1969) es la única película como actor de Julio Iglesias. ¿Cómo se vio involucrado en este proyecto?

Sí, es la película que, en cierto modo, lo lanzó. La hicimos justo después de que ganara aquellos premios en el Festival de Benidorm. Surgió por un productor muy interesante que murió hace ya bastante tiempo, Leonardo Martín, el autor de Calabuch (Luis García Berlanga, 1956). Era un buen amigo y un tipo muy interesante, un buen escritor. Había oído las canciones de Julio Iglesias en Benidorm y, además, conocía algo de su vida, de aquello que él contaba, que en parte era cierto, de que había querido ser jugador del Madrid, pero tuvo un accidente y estuvo mucho tiempo en una clínica, y su padre le trajo una guitarra y él comenzó a tocarla para divertirse y todo eso... A Leonardo Martín le pareció que todo aquello daba pie a una historia como de novela rosa; era un folletín. Entonces me llamó, porque yo tenía un buen nombre, al menos desde el punto de vista de que mis películas no perdían dinero; y eso era muy importante, era lo que te permitía vivir. Oí las canciones, me contó la historia de este hombre y pensé que, en efecto, allí podía haber una película. Y nos pusimos de acuerdo con una distribuidora llamada Dipenfa que pertenecía al Opus Dei y en la cual trabajaba Vicente Coello, el guionista de toda la comedia sainetera española, un hombre muy gracioso. Él dijo que la hacíamos y Dipenfa se ocupó de la distribución. La película quedó muy eficaz para lo que quería ser. Aquí, en España, tuvo mucho éxito y, sobre todo, fue un éxito fabuloso, inenarrable, en toda Latinoamérica: creo que en Cuba incluso se formaban colas por las noches para poder entrar al día siguiente. Y eso lanzó a Julio Iglesias como cantante latino internacional.

¿Por qué no llegaron luego más films, al estilo de, por ejemplo, la serie de Raphael?

Puede que se debiera a dos razones, no estoy seguro: él como actor era muy flojito, había que llevarlo de la mano. Creo que no soy mal director de actores y, en aquel momento, Julio, a base de muchas indicaciones, logró defenderse. Pero no era buen actor. Y, en segundo lugar, comenzó a trabajar mucho, a cantar y ganar dinero. Supongo que le interesaba más dar conciertos, cantar aquí y allá. Quizás por esto no se hicieron más películas con él. Yo no volví a tener ningún contacto. Vamos, le he visto después en alguna ocasión, pero nunca para hacer una película.

Colaboró en tres películas con Santiago Moncada, a la sazón guionista habitual de cierto cine fantástico y de terror: Las leandras (1969), La última señora Anderson (1971) y La chica del Molino Rojo (1973). ¿Cómo fue la relación y el trabajo con él?

Es que Santiago y yo somos buenos amigos. La última señora Anderson es un thriller y estaba basado en un cuento americano. Ahora no recuerdo el nombre del autor (J.B. Gilford); es un cuento que leí en inglés, me gustó, me enteré de que lo tenía una agencia literaria americana y ellos me lo vendieron por poco dinero, no me costó demasiado. No sé si lo llevé a Dipenfa, pero recuerdo que propuse que lo hiciéramos Santiago Moncada y yo. Aceptaron, pero me impusieron que interviniera también Vicente Coello. Su intervención supuso que se añadiera una nota propia de la comedieta española, concretamente, el personaje de José Luis López Vázquez, un inspector de policía inglés. (López Vázquez) Lo hizo bien, pero es que, claro, el público español no se podía creer eso. Era una película absolutamente inglesa, filmada en Inglaterra con actores ingleses y, en medio de ellos, José Luis López Vázquez hacía de inspector inglés. No tenía ningún sentido. Prueba de ello es que la película funcionó muy bien en Italia y en otros sitios, pero aquí se defendió, poco más. Afortunadamente, no se perdió dinero, pero los críticos me echaron en cara el personaje de López Vázquez. Sin embargo, Vicente Coello pensó que con él aseguraba el mercado español (risas). La he visto hace poco y la verdad es que, aunque tiene algunos errores -que veo ahora, entonces no los veía, claro-, no está mal; está bien dirigida y tiene interés. Tiene una serie de golpes de efecto y de sorpresas muy buenos.

Otra película que hice con Moncada, en la que yo no intervine para nada en el guión fue aquella de Marisol: La chica del Molino Rojo. Un guión muy, muy falso, lleno de trampas, no era nada bueno; y Santiago es muy amigo mío, pero eso no tiene nada que ver. Lo iba a hacer un director inglés, que ahora no recuerdo cómo se llamaba, que estaba en tratos con José Frade. Pero parece ser que no se entendieron, porque al director inglés no le convencían ciertas cosas del guión, pidió arreglos y Frade se negó. En aquel momento, Frade pensaba que el guión era maravilloso y no lo era, en absoluto. Y se encontró con que tenía contratada a Marisol y todo preparado, pero sin director. Buscó un realizador español y pensó que yo era el más indicado porque había hecho “cantante” y thriller, las dos cosas. Leí el guión y enseguida le dije a Santiago si podíamos dedicar una semana a arreglarlo. Y me dijo: “No te va a servir de nada, porque Frade piensa que es extraordinario. Cualquier cosa que le propongas te va a decir que no”. Efectivamente, hablé con Frade y se negó. Entonces yo dije que sí, que la hacía, porque no podía decir que no a una propuesta de esas. Y la hice. La defendí lo mejor que pude.

También hicimos juntos Las leandras. Quien llevó la batuta en esa película fue Vicente Coello. Aquello le iba muy bien, como anillo al dedo: era la gracia chusca, el sainete..., todo eso que él dominaba. Además, el libreto de la revista de (José) Muñoz Román (2) tenía una cierta eficacia, aunque fuera sal gorda. Hace poco he vuelto a ver la película y me he encontrado con algunos números musicales que están bien. Hay uno de las viudas que me sigue pareciendo que está muy bien, y mira que es difícil porque cuando, al cabo de los años, vuelves a ver una película, sólo ves los defectos; bueno, no es que los veas, es que saltan. Curiosamente, si lees las críticas del estreno, son todas magníficas: “la mejor comedia musical que se ha hecho en España”, “fantásticos números musicales”, “la dirección es de una eficacia extraordinaria”... Sin embargo, hoy, cuando la pasan por televisión, todos los críticos la tratan fatal. Qué diferencia: antes era una maravilla y ahora es una mierda. A mí me sirvió porque me dio más crédito: se consideró que una película mía iba muy bien, daba dinero y a la vez a la gente le gustaba. Bueno, así es el cine.

(1) A falta de que el libro de Carlos Aguilar disipe la duda, el que suscribe no ha logrado averiguar de qué film se trata, aunque sí es cierto que Duelo en el Amazonas se estrenó en Alemania como Die Goldene Göttin vom Rio Beni: en español, La diosa dorada del Río Beni.
(2) Y Emilio González del Castillo.
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Gracias mil a Diego López Fernández,
del fanzine El Buque Maldito,
y, por supuesto, a Eugenio Martín.
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La entrevista puede encontrarse reproducida íntegramente en la web Revista Fantastique (http://www.revistafantastique.com/).
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