lunes, 23 de noviembre de 2009

Nosferatu, vampiro de la noche (Werner Herzog, 1979)


Filmada en el fragor de los "años del plomo" y el ocaso de los "nuevos cines" europeos, Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) es antes un remake manierista de Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, F.W. Murnau, 1922), una sugerente reinterpretación, que una nueva versión del Drácula de Stoker. De hecho, en el momento de su estreno, Herzog manifestó su desprecio por el original literario expoliado por Murnau: "Drácula es una mala novela, una suerte de compilación de todas las historias de vampiros conocidas en esa época". A pesar de lo cual el cineasta alemán decidió recuperar los nombres originales de los personajes o la idea de que Jonathan Harker (Bruno Ganz) recoja en un diario su estancia en el castillo del conde Drácula (Klaus Kinski).
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Nosferatu, versión Herzog, es uno de los más insólitos y fascinantes experimentos dentro de una trayectoria no precisamente parca en ellos: el estudio–homenaje a una de las obras seminales del cine alemán como marco para un bellísimo paseo romántico por el amor y la muerte. Espectral y estilizada, Nosferatu retoma el romanticismo presente en el clásico expresionista de Murnau, exacerbando el tono onírico y un simbolismo malévolamente contrastado: al principio del film, cuando Renfield (Roland Topor) le encomienda a Jonathan la misión de viajar a Transilvania para gestionar la llegada del conde, éste muestra su satisfacción por salir de Wismar una temporada, por "apartarme de estos canales que no tienen más destino que ellos mismos". Herzog confronta la plácida superficie de estos con el río salvaje y los saltos de agua que Jonathan observa entre fascinado e inquieto durante su viaje a pie al castillo de Drácula: la planificación y el ritmo de estas escenas, ayudadas por la fotografía brumosa de Jörg Schmidt–Reitwein y la extraordinaria música de Popol Vuh (a la que Herzog suma el preludio de "El oro del Rhin" wagneriano), transmiten igualmente la idea de un paisaje vivo, palpitante –una idea tan del gusto de los románticos como del propio Herzog: cf. los pulsos entre el hombre y la naturaleza que representan Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), Fitzcarraldo (1982) o Grito de piedra (Cerro Torre: Schrei aus Stein, 1991), sin ir más lejos–, como la atracción del abismo y la muerte y la presencia de lo fantástico.
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Herzog construye su Nosferatu en base a una figura inherente al movimiento romántico, los sueños. En un enfoque cercano a los cuentos de Hoffman, la realidad y la imaginación se confunden a partir del momento en que Jonathan penetra por las puertas de castillo ruinoso; el tiempo se dilata en la vigilia, y las vivencias de éste invaden los sueños de Lucy (Isabelle Adjani), regidos por la imagen premonitoria de un murciélago en la noche
[1]; "el espacio es sólo un fenómeno", diría Herzog posteriormente. Si se tiene en cuenta que al despertar, Jonathan descubre unos espacios espartanos y desolados, pero en perfecto estado de conservación –lo que le lleva a preguntarse si no estará todavía soñando: la movilidad de la cámara transmite magníficamente su inquietud–, no parece una idea demasiado aventurada. De hecho, en el ocaso, el castillo vuelve a ser un montón de ruinas fotografiadas a la sombra de Arnold Bocklin y el conde surge de la oscuridad como "una fría ráfaga del día del Juicio Final" (en feliz definición de Béla Balázs). Hacia el final, con Drácula ya en Wismar, y convertida ésta en una ciudad fantasma asolada por la presencia maligna del vampiro, Herzog nos ofrece una visión alucinada y apocalíptica: un grupo de apestados celebran su última cena rodeados de centenares de ratas mientras en la banda sonora suena el "Zinskaro" entonado por Popol Vuh.
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Película oscilante entre la concienzuda recreación y la relectura personalizada del film original, Nosferatu, versión Herzog, tiene, también, algo de carta de defunción de la modernidad cinematográfica: no sólo por la decisión de convertir a Drácula/Orlock, el Mal absoluto y todopoderoso, en una criatura trágica atormentada por el tiempo y la soledad (lo que, en cierto modo, lo acerca a los personajes en los márgenes de la sociedad que pueblan el cine de Herzog, además de enriquecer el imaginario romántico del film) o el hecho de que al final el doctor Van Helsing (Walter Ladengast) sea detenido por la policía, acusado del asesinato del conde –como ya sucedía en La hija de Drácula (Dracula´s Daughter, Lambert Hillyer, 1936)–, sino, sobre todo, por el sacrificio baldío de Lucy, que no impide la transformación de Jonathan en un vampiro (¿la exacta metáfora del Unhemlich romántico?) que se pierde en el horizonte decidido a propagar el Mal: "Ese alejamiento del personaje, fugitivo de la ficción en la que ha intervenido, niega la posibilidad de despertar de un sueño macabro y expone claramente la imposibilidad de recuperar la vida a través del amor: la muerte siempre gana la batalla"
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Curiosamente, el productor y guionista Augusto Caminito auspiciaría años más tarde Nosferatu en Venecia (aka Nosferatu, príncipe de las tinieblas, Nosferatu a Venezia, 1988), una suerte de secuela espuria de complicada gestación (tras la cámara desfilaron realizadores como Mario Caiano, Lewis Coates/Luigi Cozzi y Maurizio Lucidi, Caminito e incluso el mismo Kinski), más próxima a la sexploitation europea que a la hipnótica reconstrucción de Herzog.

[1] De hecho, como señala Quim Casas, "toda la película es una premonición, como si los personajes, al igual que el espectador, supieran ya de la existencia de un anterior film sobre el mismo tema: el travelling inicial sobre las momias bajo tierra, el vuelo ralentizado del murciélago, el grito de Lucy al salir de la pesadilla con los ojos abiertos como cráteres lunares": Casas, Quim, “Orlock y Drácula”, Las miradas de la noche. Cine y vampirismo, Hilario J. Rodríguez (coord.), colección Fahrenheit 451, Madrid, Ocho y Medio, 2005.

[2] Latorre, José María, "Soñando, como medio dormidos", Paisajes y figuras: perplejos. El Nuevo Cine Alemán (1962–1982), Carlos Losilla y José Enrique Monterde (coord.), Valencia, Ediciones de la Filmoteca (Institut Valencià de Cinematografia Ricardo Muñoz Suay), Festival Internacional de Cine de Gijón, Centro Galego de Artes da Imaxe, Filmoteca Española, 2007.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Aquí llega Álvaro Sáenz de Heredia


Una apología a cargo de Pablo Maqueda
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Intento no ser mitómano, pero con el paso del tiempo resulta inevitable. Desde mi niñez he ido acumulando una serie de "intocables" en la historia del cine de rangos muy dispares... Ni se los imaginan. Lo que es la subjetividad, oiga.
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Hoy me gustaría hablar de uno de ellos. No sé la razón ni qué motivo me impulsa exactamente a ello, solo sé que debía hacerlo. Estas cosas se hacen cuando uno ha muerto, como un homenaje tardío pasado de fecha. Pero este no va a ser así. Y si alguna vez llegara a sus ojos, me sentiría honrado con llegar a conocerlo y, quizá, poder entrevistarlo. La de preguntas que guardo desde mi niñez.
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El Goya de Honor de la Academia del Cine Español siempre viene acompañado de frases como "De gran aportación a..." o "Precursor del...". Nunca entenderé por qué no ha venido de la mano de un simple y llano reconocimiento no ya a una carrera, sino a una forma de entender el cine muy alejada de la normalidad establecida. Los outsiders no están bien vistos fuera de los límites del apasionamiento (este texto no responde, lógicamente, a cánones muy objetivos).
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Para outsiders españoles, él. El George Marshall o Norman Taurog de los 90 en una España que desayunaba con Leticia Sabater en mallas, comía con Matías Prats (hijo) y cenaba con Carmen Sevilla. Un amor al séptimo arte como forma de entretenimiento en su esencia. Sin preguntarse a sí mismo ni pretender llegar a un público determinado. Al contrario, al máximo posible a través de la comedia oportunista con el cómico o humorista de moda. El mainstream televisivo como visión de negocio y los rescoldos de una España con permanente que solo quería ir al cine de verano del Parque de la Bombilla para degustar sin pensar demasiado sus pipas en chandal, zapatillas de deporte y Ducados en mano.
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Aunque es conocido por sus películas al servicio de iconos pop de reivindicación youtubera como Martes y Trece o Chiquito de la Calzada, Álvaro Sáenz de Heredia siempre ha sido mucho más que eso. La autoría de sus films (en las que siempre ha firmado también el guión, algo no demasiado habitual en las comedias de encargo) nunca ha quedado en entredicho: sus primeras películas -Freddy, el croupier (1982), La hoz y el Martínez (1985) y Policía (1987), previas al arrollador éxito de Millán Salcedo y Josema Yuste- fueron escritas y dirigidas por en solitario, como un verdadero auteur.
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Para la historia del cine español quedan obras como Aquí huele a muerto... (¡pues yo no he sido!) (1990), con un Paul Naschy a reivindicar y unos pechos de Ana Álvarez a enmarcar (en lo sucesivo, aplíquese "unos pechos de" a Esther del Prado, Carla Hidalgo...), o El robobo de la jojoya (1991), ya parte de la memoria colectiva de este país debido a secuencias magistrales como la del juicio a los hermanos ladrones Senén (Josema Yuste) y Martín (Millán Salcedo), que presenta a Josema desdoblado en varias personalidades, o la exposicion del ojo de Nefertiti en las Galerías Preciados de Madrid, decoradas al estilo egipcio, con cocodrilo incluido y todo (una maqueta cuyos dientes fueron realizados por un joven estudiante de Comunicación Audiovisual en prácticas en la empresa madrileña de efectos especiales de Colin Arthur llamado Alejandro Amenábar). También Chechu y familia (1992), deudora del Solo en casa (Home Alone, 1992) de Chris Columbus y John Hughes y cuya frase promocional era ya toda una declaración de intenciones: "¿Es que voy a ser virgen toda la vida?" ¿La recuerdan? Chechu (César Lucendo) era un adolescente que se quedaba solo en casa durante unas vacaciones de verano con ¡Fernando Fernán Gómez y Antonio Flores!

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Cuando parecía que la cosa estaba decayendo -cf. Una chica entre un millón (1994)-, llegó Gregorio Esteban Sánchez (o sea, Chiquito de la Calzada) al programa Genio y figura del genial Pepe Carrol con sus "Maté la caló en agosto" o "Mamarr" que formarían parte del vocabulario de todo joven españolito de pro y que, actualmente, se encuentran a un paso de formar parte de la RAE. Como no podía ser de otra manera, Sáenz de Heredia se hizo cargo de la trilogía del humor del cómico malagueño y sí, señor, lo volvió a clavar. Señores de Cameo, pack en DVD, caja metálica ya por favor.
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Aunque su película más celebrada quizá sea Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera (1996), con un Naím Thomas digno (sí, el de la primera edición de Operación Triunfo), pero que no llega a la altura de Bigote Arrocet (ya visto en Freddy, el croupier), excelente comparsa de Chiquito. Sin embargo, la estrella indiscutible es éste, una deidad en forma de personaje que se despacha a gusto durante toda la película a base de torpedos, fistros vaginales, diodenos y piticanes. Pese a la nada desdeñable respuesta comercial, Brácula. Condemor 2 (1997) y Papa Piquillo (1998) -en la que el mono que acompaña a un Chiquito gitano y patriarca es lo único que merece la pena destacar- decayeron como secuelas, por lo que Sáenz de Heredia se embarcó en proyectos aparentemente más sólidos (aunque, en el fondo, de la misma naturaleza explotativa de origen televisivo: en los repartos encontramos a Javier Martín, Valeria Marini, etc.), como Corazón de bombón (2000) o Esta noche, no (2002), y en trabajos catódicos como la famosa serie de Ana Obregón Ana y los siete.
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Mientras tanto, al realizador le crecieron los enanos. Buena prueba de ello son El seductor (José Luis García Sánchez, 1995) o las tentativas de Carlos Suárez como director: Makinavaja, el último choriso (1992) y su secuela Semos peligrosos (uséase Makinavaja 2) (1993), en las que también se aprovechó la popularidad de las historietas de Ivà, con muy buenos resultados; Adiós, tiburón (1996) y Los porretas (1996). Al contrario, echando la vista atrás, encontramos un precursor de postín en el productor Jose Frade, quien siempre ha demostrado su preferencia por un tipo de comedia popular, reaccionaria, amorfa y sumergida en sal gorda, y representa muy bien ese antiguo mainstream nacional: produjo a Mariano Ozores, Jose Ramón Larraz, Antonio del Real o al propio Sáenz de Heredia (La hoz y el Martínez) y supo percibir el enorme valor comercial de films como Buenas noches, señor monstruo (Antonio Mercero, 1982), protagonizada por Miguel Angel Valero, el Piraña de Verano azul, y aquella versión explotativa de Parchís pasada de vueltas, Regaliz; la trilogía Cristobal Colón, de oficio... descubridor (Mariano Ozores, 1982), Juana la loca... de vez en cuando (José Ramón Larraz, 1983) y El Cid cabreador (Angelino Fons, 1983); o La guerra de papá (Antonio Mercero, 1977), con el famoso Lolo García, el Drew Barrymore de la Transición, quien prometía mucho pero que tras Toby (Antonio Mercero, 1978), jamás volvió a las pantallas españolas.
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En la actualidad, Álvaro Sáenz de Heredia sigue rodando películas. En realidad, cada año son varios los títulos que beben, quizá sin ser conscientes de ello, de la combinación de costumbrismo sainetesco y parodia subgenérica característica de sus films. Desgraciadamente, ya no abundan esas mentalidades. Ahora tenemos que conformarnos con un Hot Milk (Ricardo Bofill Jr., 2005) al año, de penosa factura y calidad cómica directamente abisal: ¡Ja me maaten...! (Juan Muñoz, 2000), El oro de Moscú (Jesús Bonilla, 2003), Desde que amanece apetece (Antonio del Real, 2005), Los mánagers (Fernando Guillén Cuervo, 2006) o Ekipo Ja (Juan Muñoz, 2007)...
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Álvaro Saenz de Heredia, el Paco Pil del cine español. Un Chimo Bayo cinematográfico que con R2 y el caso del cadaver sin cabeza (2005) demostró que los viejos rockeros nunca mueren. Que la próxima película siempre está al caer.
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Larga vida al rey.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Fascismo pop: "La gran revancha"

Por PJ Tena
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La gran revancha (The New Kids, Sean S. Cunningham, 1985) se lo pone fácil a los que rechazan cualquier manifestación cultural por presentar un posicionamiento político evidentemente derechista y se sienten orgullosos de ello: en sus primeros minutos, el Oficial de las Fuerzas Armadas McWilliams (Tom Atkins, siempre grande) suelta algo así como "ya era hora de que esos malditos demócratas contaran conmigo" cuando es convocado por el presidente para recibir una medalla honorífica, conseguida gracias a la detención de un grupo terrorista en un avión. Antes, durante los títulos de crédito, hemos visto cómo McWilliams entrena a sus hijos, Loren (Shannon Presby) y Abby (Lori Loughlin), con condescendiente pero también férrea disciplina militar, con arengas pro-esfuerzo físico en pos de la realización personal y el crecimiento espiritual a través de unas buenas hostias y carreras al aire libre antes del desayuno. Todo ello les resultará muy útil a los chicos cuando sus padres fallezcan en un accidente y tengan que mudarse con su tío a un pueblo lleno de paletos en el que, además de ayudar a éste a construir con sus manos un parque de atracciones, se las tendrán que ver con la peor calaña local: Eddie Dutra (terrorífico James Spader) y su banda de nerds con armas y las hormonas revueltas por culpa la chica nueva.
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El nombre de Sean S. Cunningham en la dirección o la ambientación en un parque de atracciones, con sus espejos deformantes y sus peligrosas montañas rusas (estupendas para aplastar cabezas en sus raíles), les pueden despistar y hacer pensar que La gran revancha es una película de terror. Pero lo cierto es que estamos ante una poco recordada pero apreciable muestra de ese Fascismo Pop que tanto nos gusta y que, por si alguien aún no se ha enterado, no tiene nada que ver con las posturas ideológicas o políticas de quienes lo degustamos. Casi una Perros de paja adolescente, la película propone una escalada de tensión basada en lo que en un principio no es más que una apuesta de Dutra y sus chicos: ver quién se lleva antes a Abby a la furgoneta para mostrarle algo de hospitalidad y pegarle el polvo de bienvenida. Las cosas se complican cuando entienden que estos chicos nuevos no son presas fáciles y tienen que ponerse serios ("You want crazy? I'll show you crazy!"). Así, lo que empieza por una pulsión testicular acaba convirtiéndose en una guerra entre paletos drogados con escopetas y chicos sanos con entrenamiento paramilitar, algo inevitable porque ninguno de los dos bandos cede, y que sólo puede terminar con la muerte al completo de los malos. ¿Al completo? Casi, porque Cunningham vuelve a acercar la película al cine de terror con un plano final que, si bien no se puede comparar ni de lejos con el que cerraba Viernes 13, sí que deja la puerta abierta de manera inquietante a una teórica secuela que nunca se produciría. La culpa de ello la puede tener su raquítica recaudación en Estados Unidos, menos de 200.000$ de la época, algo injusto pero comprensible si tenemos en cuenta que la película tarda en arrancar y ofrece menos emociones fuertes de lo que promete su argumento, quedándose en el terreno de lo simpático por su evidente adscripción a una época determinada y a su planteamiento del ojo por ojo en el instituto, creando una historia de acción y venganza en escenarios más propios del horror teenager que del subgénero de justicieros urbanos. No es un must, desde luego, pero merece la pena acercarse a ella aunque sólo sea por esa mezcla de elementos y por ver cómo se desenvuelve Cunningham fuera (o casi) del género que le dio la fama.
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sábado, 12 de septiembre de 2009

La mirada del perro de los ojos negros

"While promoting I’m Not There in September at the Venice Film Festival, late actor Heath Ledger said at one point in his life he had wished to pursue another rock biopic: the story of Nick Drake, the singer-songwriter who overdosed on anti-depressants in 1974 at the age of twenty-six. According to MTV News, Ledger told a news conference, “I was obsessed with his story and his music and I pursued it for a while and still have hopes to kind of tell his story one day.” Evidently, Ledger’s “obsession with an artist by the name of Nick Drake” led him to make a video for Drake’s “Black Eyed Dog” that has only been screened twice (once at Bumbershoot and once at a Drake event in L.A.) and has yet to leak to the Internet. The black-and-white clip reportedly consists mainly of footage of Ledger, and concludes with the actor drowning himself in a bathtub."




"Stereogum reports that Ledger directed, filmed and acted in a video set to Drake’s song “Black-Eyed Dog,” a term used by British Prime Minister Winston Churchill to describe depression."


Zizek y Lo pop

Slavoj Zizek: "Concibo la noción de lo político en un sentido muy amplio. Algo que depende de un fundamento ideológico, de una elección, algo que no es simplemente la consecuencia de un instinto racional. En este sentido, sostengo que nuestras creencias privadas, en el modo en que nos comportamos sexualmente o en lo que sea, son políticas, porque es siempre el proceso de elecciones ideológicas y nunca es simplemente naturaleza. En este sentido, diría que la cultura popular es eminentemente política, y me interesa justamente por eso. Si usted mira los grandes filmes de Hollywood, en un principio parecerían ser absolutamente apolíticos, pero en la trilogía Matrix está absolutamente claro que bajo la excusa de un entretenimiento se apunta a los más profundos temas políticos. Matrix es una especie de metáfora gigante de cómo estamos controlados por un anónimo poder. Estoy cada vez más interesando en la manera en que hasta el más ínfimo divertimento despliega un mensaje que es siempre utópico. El mensaje verdadero, por lo menos en cierta lectura marginal, es que sólo en condiciones de una inminente catástrofe se puede concebir una especie de nueva solidaridad, en la que todas las luchas son olvidadas y todos pugnan por ayudar al prójimo. El mensaje de todos estos filmes es muy perverso: nuestra sociedad está tan dispersa en la competencia que necesitamos una gran catástrofe para lograr imaginar una nueva forma de solidaridad y cooperación".

lunes, 7 de septiembre de 2009

Copias / homenajes


Quim Casas: El plano de la muerte de Robert Grass en Escapada final es un homenaje a (Nicholas) Ray, con el mismo movimiento brusco de la muerte de Sal Mineo en Rebelde sin causa...

Carlos Benpar: No creo que sea un homenaje, es una copia. Quizá si no hubiera visto el plano de Ray no se me habría ocurrido ese movimiento. Para mí, la diferencia entre copia y homenaje es que lo segundo en el fondo no te sirve, no hace que la película sea mejor o peor, es totalmente prescindible (1).


(1) "La pasión por el cine. Entrevista a Carlos Benpar", Dirigido por..., nº 131, diciembre 1985, pág. 66.

martes, 18 de agosto de 2009

"El más allá" ("Kwaidan", Masaki Kobayashi, 1964)


Mucho antes de The Ring. El círculo (Ringu, Hideo Nakata, 1998) y la avalancha de secuelas, precuelas, imitaciones y remakes estadounidenses (de las cintas fundacionales, pero también de los exploits, y con sus correspondientes continuaciones) que generó, antes incluso que la famosa trilogía iniciada por Una historia china de fantasmas (Sien nui yau wan, Ching Siu–Tung, 1987) hubo otro cine de fantasmas japonés que, además, entregó un puñado de títulos hoy considerados clásicos, entre ellos Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, Kenji Mizoguchi, 1953), Historia de fantasmas japoneses (Tokaido yotsuya kaidan, Nobuo Nakagawa, 1959), Jigoku (Nobuo Nakagawa, 1960), El más allá (Kwaidan, Masaki Kobayashi, 1964), Kuroneko (Kaneto Shindo, 1967) y El imperio de la pasión (Ai–no borei, Nagisa Oshima, 1978).
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Ese cine de fantasmas, denominado kaidan eiga, estaba recorrido por el espíritu moralista de las leyendas populares niponas. Sin embargo, la propuesta de Kobayashi –que adapta cuatro de los relatos recogidos por el británico nacionalizado japonés Lafcadio Hearn (1) en Kwaidan. Cuentos fantásticos del Japón– constituye una auténtica rareza dentro del (sub)género, por cuanto se aleja del camino abierto por Mizoguchi con Cuentos de la luna pálida de agosto, de clara influencia en cineastas como Kaneto Shindo –cf. Kuroneko, Onibaba, el agujero (Onibaba, 1964)–, y de la estética de pesadilla psicodélica que por aquella época adoptó Nakagawa. El más allá es un film decididamente manierista y, al mismo tiempo, un ejemplo modélico de que el cine fantástico es, sobre todo, una cuestión de puesta en escena.
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La gélida atmósfera invernal en la que Yuki (Keiko Kishi) envuelve a sus víctimas antes de helarles la sangre en La mujer de la nieve –figura también presente en la cinta de animación El hada de las nieves (Yuki, Tadashi Imai, 1981) y en uno de Los sueños de Akira Kurosawa (Yume/Konna yume wo mita, Akira Kurosawa, 1990)– es una buena metáfora del estilo de Kobayashi. Su aparente frialdad (reforzada por la distancia marcada por la voz en off de un narrador que introduce y puntúa los cuatro cuentos) contribuye, paradójicamente, a la creación de una densa y sugestiva atmósfera terrorífica: cf. el inicio del citado episodio, en el que un bosque de ojos (símbolo de la presencia acechante de Yuki, idea que Francis Ford Coppola recuperaría en su posmoderno Drácula de Bram Stoker/Dracula, 1992) observa a Musaku (Ju Hanamura) y Minokichi (Tatsuya Nakadai) luchando por abrirse paso en la ventisca mientras oímos las obsesivas estridencias del ambiente sonoro confeccionado por Tôru Takemitsu...
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A diferencia de Mizoguchi, cuyos fantasmas irrumpían a plena luz del día en un mercado poblado de gente, Kobayashi recurre a la tradicional transición entre realidad e irrealidad, de la que ofrece una variación extremada: apuesta desde el principio por la madera y el cartón piedra del decorado y por los telones pintados y sugiere que el mundo real es ya puro artificio (no hay más que ver los excesos operísticos que indican los cambios de estación en La mujer de la nieve o la recreación arty de la legendaria batalla entre los Genji y los Heike en la celebrada adaptación de Hoichi, el hombre sin orejas).
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No obstante, lo que confiere al film su hechicera personalidad es su vibración fantástica. La primera historia, El pelo negro, presenta a un pobre pero ambicioso samurai (Rentaro Mikuni) que abandona a su esposa (Michiyo Aratama) para casarse con una engreída joven de buena familia (Misako Watanabe) y conseguir así ascender socialmente. Sin embargo, los años pasan y el samurai no puede olvidar a su primera mujer. Al fin, acosado por los recuerdos, termina regresando a Kioto, donde se reencuentra con ella, convertida en un fantasma. Combinando el virtuosismo fotográfico de Yoshio Miyajima, pródigo en atrevidos juegos de luces, y la movilidad de la cámara, que se pasea por los lóbregos pasillos y las estancias vacías de la ruinosa casa familiar –cuyas puertas se abren solas a su paso–, con el inteligente aprovechamiento de las posibilidades expresivas del silencio –cf. la persecución a la que somete la larga cabellera negra de la muerta al horrorizado samurai mientras éste envejece rápidamente, en la que sólo oímos los crujidos de la casa (ese lugar donde, aunque sólo sea por una noche, "todo es igual que antes") al hacerse pedazos y la extraña música de Takemitsu– la atmósfera que Kobayashi consigue es insuperable.
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El segundo episodio –el citado La mujer de la nieve, en torno al mítico espíritu sediento de sangre caliente– es, para mi gusto, el mejor: un mecanismo de terror bien controlado, organizado con maravillosa armonía y con un hipnótico gusto visual que acierta a concretar la fascinación que transmite el personaje y logra momentos de extraordinaria belleza medusea: cf. la primera aparición del fantasma, que provoca la muerte de Musaku, la siniestra sonrisa que esboza al inclinarse a continuación sobre Minokichi, las discretas miradas de éste mientras rema a una (aparentemente) distraída Yuki sin percatarse de que un racimo de ojos lo observa desde un cielo amarillento... Todo ello contribuye a crear una atmósfera irreal, trágica, casi determinista, que se opone a la de los dos episodios restantes.
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Descontando Como en una taza de té, que malogra una idea preciosa (el motivo por el que algunos kwaidan están inacabados) por culpa de una planificación crispada y una comicidad quizá algo burda (2), Hoichi, el hombre sin orejas, el sketch donde más claramente se puede apreciar la influencia del teatro clásico japonés (, el teatro de marionetas o Bunraku, Kabuki) en la labor de Kobayashi, es más bien una historia de fragmentos, de pinceladas: Hoichi (Katsuo Nakamura), un joven ciego extraordinariamente hábil con la biwa (instrumento tradicional japonés similar al laúd) que está obsesionado con la cruenta última batalla entre dos clanes rivales del siglo XII, es requerido por los espectros de los derrotados para que interprete el desarrollo de la misma cada noche al caer del sol. Sin embargo, su salud pronto comienza a deteriorarse, lo que preocupa seriamente a los sacerdotes del templo en el que vive. Con su ayuda, Hoichi tratará de librarse del acoso de los fantasmas...
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El resultado, formalmente muy bello, tiene bastante de esa "reflexión culterana […] que busca la distancia admirada del espectador sin estimular la capacidad de reflexión" (3) y no consigue formar un conjunto fluido y coherente. Pese a todo, ofrece un puñado de atractivas ideas de guión diseminadas aquí y allá y una serie de excelentes recursos de puesta en escena. Entre las primeras, la idea de cubrir de la cabeza a los pies a Hoichi con conjuros pintados sobre su cuerpo para burlar a los espíritus (como años más tarde haría Mako con Arnold Schwarzenegger en Conan el bárbaro/Conan the Barbarian, John Milius, 1982). Entre los segundos destacan la primera aparición del guerrero fantasma que conduce cada noche a Hoichi al cementerio donde está sepultado el clan Heike, que remite a la del conde Alucard (Lon Chaney Jr.) en Son of Dracula (Robert Siodmak, 1943); la ceremonia en la que los monjes escriben el texto sagrado sobre el joven con el fondo sonoro de una grave letanía o la manera de cambiar el punto de vista sin insertar un nuevo plano durante la última visita del guerrero a Hoichi: el fantasma entra ingrávido en el monasterio buscando al joven, quien permanece mudo e inmóvil para no ser visto (de otro modo, corre el peligro de que éste lo despedace), y cuando se gira en su dirección, Hoichi desaparece al tiempo que el guerrero se materializa. Del muchacho sólo quedan ahora sus orejas, que no han sido pintadas...
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Notas
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(1) Es decir, pasados por el filtro de la sensibilidad occidental. Al parecer, El más allá fue concebida como un film con dimensión intelectual que elevaría el popular kaidan eiga a una altura culta, como una película “de festival”. Nada más adecuado, pues, que adaptar los cuatro relatos más celebrados de Kwaidan. En 1965, el film ganó el prestigioso Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine de Cannes y, al año siguiente, fue seleccionada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa.
(2) Curiosamente, el enfrentamiento de Kannai (Kanemon Nakamura) con los tres fantasmales sirvientes de Shikibu Heinai recuerda al de Jack Burton (Kurt Russell) y los tres sicarios de Lo Pan en Golpe en la pequeña China (Big Trouble in Little China, John Carpenter, 1986), aunque estos parecen, también, una parodia de los Maestros de la Muerte de Shogun Assassin (Robert Houston, 1980) –en realidad un remontaje de Kozure Ôkami: Shinikazeni mukau ubaguruma (Kenji Misumi, 1972) y Kozure Ôkami: Oya no kokoro ko no kokoro (Buichi Saito, 1972)–.
(3) Latorre, José María, El cine fantástico, Serie Dirigido por, Barcelona, 1987.
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Kobayashi declaró en alguna ocasión que "me atraía intensamente la estilizada belleza de nuestras formas tradicionales. Al mismo tiempo, como creía que había llegado al fin de mi persecución del realismo cinematográfico, este nuevo modo de expresión me encantó".
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MASAKI KOBAYASHI (1916–1996)

Autor de una filmografía de más de veinte títulos, Kobayashi es conocido principalmente por ser el firmante de Kwaidan y las heterodoxas cintas chambara Harakiri (Seppuku, 1962) y Rebelión (Joi–uchi: hairyo tsuma shimatsu, 1967). Sin embargo, habría que destacar también –como mínimo– la trilogía antibélica La condición humana (Ningen no joken, 1959–1961), que narra la vida de un joven objetor de conciencia durante los trágicos días de la II Guerra Mundial: el propio Kobayashi fue reclutado contra su voluntad en el ejército imperial mientras trabajaba como ayudante de dirección en la Toho, negándose a combatir o aceptar cualquier ascenso que lo alejase de la condición de soldado raso: "Todas mis películas [...] tratan de la resistencia al poder inamovible. De eso trata Harakiri, desde luego, y Rebelión. Creo que siempre he estado desafiando a la autoridad".