viernes, 9 de mayo de 2008

"Comet". Modo para una extinción


Por Luis López Carrasco.

“Ahora que se supone que no debe soñar, es cuando Manuel sueña.”

Cómo decir adiós al realismo costumbrista castellano y construir una obra ineludiblemente local y a la vez, y sin que sirva de precedente, rabiosamente contemporánea. Un texto del que sólo cabe decir que corresponde al Aquí y al Ahora.
(Y cuando digo contemporáneo me refiero a una mirada que peine el pasado reciente y lo extienda en una mesa de operaciones, cuando digo contemporáneo me refiero a compendiar y formular los hallazgos literarios de la segunda mitad del siglo XX e introducirlos en lugares tan poco habituales como un festival de música céltica en Omajo, Cantabria. Cuando digo contemporáneo no me refiero a supuestos tics de la cultura de masas, con sus zappings, sus blogueces, su merchandising avant-pop y su postmodernia –fresca y simpática por poco habitual en Españita aunque, en el fondo, más “actual” que “contemporánea”-.) Cuando digo contemporáneo no me refiero a poner un anuncio de Vodafone dentro de la novela.

Cómo hacer una radiografía de la normalidad, cómo introducirse en los rituales de una generación X que no tiene el lustre de pertenecer al Imperio, que en vez de grunge tiene Celtas Cortos y Rosana. Cómo confeccionar un manual del provincianismo más apagado, los treintañeros de los noventa, los nuevos colonos de las grandes superficies, que todavía rescatan Tubular Bells y Dire Straits en cintas de cassete para el coche, que compran cervezas de importación para darse un capricho, que emigran a islotes urbanizados por y para la clase media en los que "probar junto a todos los demás los nuevos sistemas de alarma". Espacios periféricos y modulares, nuevos barrios de trazado limpio en los que “no queda ni un centímetro cuadrado para lo silvestre; cada hierba es un ejercicio, cada curva, señal o caseta de perro, un plan a infinito plazo.”

Cómo construir un anti-héroe ya antes visto, Manuel el ex empleado de la Caja de Ahorros, que circunvoluciona en espirales cada vez más alejadas de la realidad junto a su hija de tres años y una mujer de pueblo, enamorada de él como una yegua a su amo. Cómo programar para ellos un viaje a los laberintos cotidianos del desempleo, jornadas en las que se dan cita las experiencias menos prometedoras que se puedan imaginar: cruzar a una pareja de perros Airedale Terrier, comprar tiendas de camping, encargar una cómoda estilo sarraceno en una carpintería, visitar a un quesero que quiere hacer un atlas de quesos europeos, charlar sobre balonmano regional, subir al monte a ver una berrea… y cómo integrar en todo ello el nombre mágico de Comet, el campus norteamericano en el que Manuel podría terminar su inacabada tesis sobre los hombres-ave.

Cómo disolver un lenguaje descriptivo y costumbrista a fuerza de llevarlo al extremo de lo vetusto y lo caduco, un lenguaje de Jara y Sedal al que se le inoculan los vértigos del siglo XXI en una ficción alegórica que sabotea la novela y la convierte en otra cosa. Cómo convertir la Alcarria en Comet, la Antiterra de Pablo Díez. Cómo ordeñar a Delibes hasta que te salga Nabokov. Cómo meter a Richard Ford en la cornisa cantábrica, con ecos de Franzen y De Lillo, y nutrir esa ficción con divulgación antropológica, con erudición botánica, con un humor impasible que corroe el paisaje lentamente… Y cómo sustituir paulatinamente esa ficción por la resonancia y la fuga de Comet: el reino del oscuro profesor Dylan Rebhorn, la sombra de Manuel, su contrapunto, su cazador.

“Querido Manuel,
Quisiera aprovechar esta carta para tranquilizarte. Esos dolores de espalda repentinos son del todo normales. (…) Tus preocupaciones están totalmente infundadas: es cierto que las alas de los hombres-ave nacen de repente y que empiezan con un dolor parecido al que tú sientes, pero siempre a más temprana edad. No se conoce ningún caso de hombres-ave que hayan reproducido sus alas más allá de la adolescencia; no hay absolutamente ningún caso documentado al respecto (…) El otro día estuve revolviendo la casa, y por fin pude ver fotos de Dylan Rebhorn. Parece un cuáquero, con la barba sin bigote enmarcándole la cara (…) Rebhorn tenía manías muy raras, manías que exceden la genialidad de la ciencia, quiero decir. Vera me ha confesado que tenían una vida sexual de lo más matemática y sistematizada. Por lo visto Rebhorn no utilizaba preservativos, sino que antes de cada acto sexual, embadurnaba el sexo de su compañera con un ramillete de plantas abortivas (…)

En un momento de la novela, una manada de ciervos invade en silencio una estación de servicio vacía, empuja las mesas de desayuno, se come los bollos caducados, abolla la máquina de café… sólo Manuel lo verá o creerá verlo. Manuel, resistente sin resistencia, lo contemplará todo antes de que el mundo despierte. Pero una vez que el mundo haya despertado, a él no le quedará más remedio que una discreta extinción. Manuel, empeñado en la consecución de un patrimonio, de un carnet de identidad que lo nombre ciudadano de la realidad, estará destinado a observar desde lejos a todos esos hombres cuyo “patrimonio les corre rojo por las venas y les sale blanco y viscoso por un costado del pene, y si alguien se lo reclamase ante las más sagradas instancias, ellos sólo tendrían que mostrarlo dentro de un bote de plástico como una certeza inapelable. “Aquí dentro van mi padre y mi madre, mi mujer y mi hija, los caballos de vapor de mi todoterreno…”, eso dirían, “soy lo que como y hago, ni crezco ni decrezco, me hago viejo con brevedad, me fundo en el suelo del que nunca he llegado a despegar”.

Comet habla de la extinción confesa de Manuel pero también habla de la extinción de un lenguaje realista que ya no tiene cabida en la narrativa española. El mundo que Manuel contempla se desintegra en silencio, del mismo modo que la narración realista de Pablo Díez se contamina de fábula y despega lejos, muy lejos de aquí.