domingo, 28 de octubre de 2007

Un ayer



Por Luis López Carrasco.


Porque mil años a tus ojos no son sino un ayer cuando ha pasado.


Este salmo preside la ceremonia funeraria de John Gregory Dunne, narrada por su viuda, la escritora norteamericana Joan Didion, en su ensayo autobiográfico El año del pensamiento mágico.

En las navidades de 2003, Quintana, la única hija del matrimonio de escritores Dunne-Didion permanece en coma debido a una neumonía que ha evolucionado desfavorablemente en una infección generalizada. Quintana se acaba de casar. A lo largo de la semana de Navidad, el matrimonio visita a su hija hospitalizada confiando en su pronta recuperación. Una noche, mientras Joan prepara algo de cenar, su marido se desploma en el suelo, víctima de un infarto mortal. Dos meses más tarde, cuando Quintana parece haberse recuperado, sufre un infarto cerebral. Durante el 2004, Joan Didion tendrá que velar por su hija sin haberse restablecido de la muerte de su marido.

El año del pensamiento mágico se llama de ese modo porque, al terminar el annus horribilis, la escritora se da cuenta de que, aunque ha sido un modelo de fortaleza y serenidad, su cerebro no ha conseguido procesar todo el caudal de desgracia que se le ha venido encima y, de algún modo, no es del todo capaz de operar con plena racionalidad. Tenemos que entender que Joan Didion, novelista, guionista y periodista de reconocido prestigio, se caracteriza por su fuerte pragmatismo. Es cerebral, desenvuelta y meticulosa. En Estados Unidos es conocida por sus penetrantes y lúcidos reportajes sobre campañas electorales y primarias. El año del pensamiento mágico nace de la necesidad de una mujer por comprender todo lo que le ha sucedido. Y sobrevivir a ello. Gracias al ejercicio literario, Didion desmenuza concienzudamente su comportamiento y detecta pequeños hábitos y comportamientos que no puede explicar, nuevas manías que pasan casi desapercibidas pero que resultan sintomáticas de que, aunque intente convencerse de lo contrario, el ser humano muchas veces sacrifica una parte de su cordura para salvar la otra restante.

A la semana de fallecer su marido, Joan da toda la ropa de John a beneficencia. Sin embargo –y en ese momento ni siquiera se percata de ello- es incapaz de tirar los zapatos. Puede deshacerse de todas las demás cosas pero no consigue acercarse a los zapatos, a ninguno de sus pares de zapatos. En ese momento, ni siquiera se da cuenta, pero con el paso de los meses, al redactar el libro, entenderá que no puede tirar los zapatos porque, en su cabeza, los zapatos van a ser necesarios el día en que su marido vuelva. No podrá caminar descalzo.

Didion se documenta. Lee tratados de medicina, ensayos psicológicos y sociológicos sobre el duelo y la muerte, sobre tradiciones funerarias occidentales. Rellena su desesperación con datos. Durante la segunda hospitalización de su hija comienzan sus viajes en el tiempo. Ella lo llama "el torbellino". Cualquier canción, anuncio o comida puede desencadenar una tormenta de recuerdos que la arrastran al borde de la más profunda y solitaria desesperación. Joan Didion se niega a compadecerse y, en un alarde de tesón, planifica sus itinerarios para hacer la compra, ir al hospital y volver al hotel en el que se hospeda (su hija está hospitalizada en California, en donde el matrimonio vivió veinte años atrás) sin pasar por delante de parques, restaurantes o zonas residenciales que le activen el recuerdo y la hagan desplomarse.

El recuerdo como viaje en el tiempo. Enrique Vila-Matas no estaría del todo de acuerdo con eso. Tanto en sus libros El viaje vertical como en París no se acaba nunca, el escritor catalán, ya sea por boca de uno de sus personajes o en palabras de un Borges conferenciante, recupera la idea de que no recordamos un suceso, sino que recordamos la última vez que hemos recordado ese suceso. Borges lo explica así: "Si hoy recuerdo algo de esta mañana, obtengo una imagen de lo que vi esta mañana. Pero si esta noche recuerdo algo de esta mañana, lo que entonces recuerdo no es la primera imagen, sino la primera imagen de la memoria." Nuestro cerebro convoca la última imagen mental, la más reciente, que tenemos de un hecho en concreto. Nos remitimos a la imagen recordada, no al hecho en sí. El viaje en el tiempo se desarrolla, pues, únicamente en la memoria y esa memoria es un acto cerebral que se ha despegado completamente de la realidad y que se elabora continuamente. ¿Podemos reinterpretar nuestro pasado desde el presente? ¿Cuánto? De hecho, ¿no lo hacemos todo el rato? Si como dice un neurólogo cuyo nombre ahora no recuerdo "el cerebro no interpreta la realidad sino que sobrevive a ella", ¿hasta qué punto podemos volver a configurar rasgos de nuestra identidad desde el hoy? ¿Puedo asignar otro significado a actos pretéritos fundacionales? ¿Puede mi yo viajar en la máquina del tiempo de la memoria y cambiar una cosita aquí y otra allá y volver siendo más feliz y más guapo? ¿Qué queda de la experiencia en todo ello?

Como estoy citando mucho y todavía citaré más, voy a contar una anécdota propia. Cuando tenía tres años se organizó una fiesta de disfraces en la guardería a la que iba. Mi madre y mi tía, con mucha fantasía, me vistieron con ropas que había por casa. Yo era un triste pirata con rebeca de lana marrón, vaqueros y pañuelo rojo. En eso consistía todo el atuendo. El pañuelo estaba bien pero la rebeca de lana era impropia. El disfraz no tuvo mucho éxito, la verdad. Unos meses después se organizó otra fiesta de disfraces. Y en esa ocasión alguien se encargó de que yo tuviera un disfraz en condiciones. Iría disfrazado de Papá Pitufo. Para quien no conozca a Papá Pitufo diré que Papá Pitufo es el jefe de los Pitufos. Es el único que lleva pantalones rojos, a diferencia del resto de Pitufos, que va de blanco. Evidentemente, su piel es azul, como la de todos los Pitufos, pero tiene una considerable barba blanca que atestigua su sabiduría e inteligencia. Recuerdo que mi disfraz era muy guay. Tenía unas mallas rojas para las piernas, una camiseta de manga larga azul y una careta que representaba el rostro bondadoso de Papá Pitufo. Huelga decir que yo estaba orgulloso de ese disfraz. Lamentablemente hubo un error en la cadena de información que iba de mi profesora a mí, de mí a la chica que me cuidaba y de la chica que me cuidaba a mi madre y el día de la fiesta de disfraces se produjo la siguiente escena. Cuando yo, en ese momento Papá Pitufo, entré aquella mañana en el aula me encontré con que todos mis compañeros de clase iban vestidos con rebecas y chalecos. Al fondo del todo, podía ver a un niño con bastón y barba oscura y al lado una niña con una túnica y una corona. Aquello era un pesebre. Aquello era un belén viviente. Era Navidad y yo era un Pitufo -de hecho el líder de los Pitufos- en Belén. Yo era un dibujo animado suizo en Judea. No sabría decir si el disfraz tuvo éxito o no. Yo me inclino a creer que no. A la salida un niño -al que recuerdo enorme- me zarandeó y me rompió la careta.

Siempre que cuento esta historia la gente se mea de la risa. Mi madre se ríe y llora, a parte iguales, y luego gime, desconsolada: "¡Yo era muy joven!" Yo le digo que no se preocupe pero en cuanto tengo ocasión vuelvo a contar la historia delante de ella para que se sienta culpable. He contado esta historia muchas veces porque me parece divertida y porque creo que, de algún modo, habla de mí. He contado esta historia tantas veces y he pensado que, cada vez que la contara, aliviaría la carga traumática que tenía. Recuerdo que en la guardería no tenía amigos y deambulaba solo por ahí, algunas veces me pegaban y, que yo recuerde, sólo hablé con dos personas en el año y pico que permanecí en el centro. Hace un par de años comencé un documental sobre fotografías familiares. Quería averiguar qué rastros de la identidad de una persona quedaban en una foto. Grababa las fotografías de los álbumes grandes con anillas que tenemos en casa. Un día, rebuscando por los cajones, descubrí los típicos álbumes pequeños que daban de regalo en las tiendas de revelado, aquellos en los que las fotografías se meten en unas membranas de plástico. Me pareció muy raro porque a mi padre no le gustan esos cuadernillos. Había tres. Abrí el primero y me di cuenta de que era un álbum de fotos que habían quedado mal. Fotos desenfocadas, fotos con manchas de revelador, fotos en los que alguien sale con los ojos cerrados, fotos movidas o fotos que estaban bien pero que tenían una hermana similar que estaba mejor. ¿Y qué quería decir mejor? Que se ajustaba al canon. Al canon de fotografías familiares perfectas, a las estampas de gente sonriente. Y yo me había encontrado con la historia fotográfica alternativa de mi familia, con el underground que había en las espaldas de Hollywood. En esas fotos salían exnovios indeseables de mis tías, se veían gestos de cansancio o hastío, se veían toses y bostezos, mocos y legañas, espinillas y manchas de rimmel. En esas fotos los miembros de mi familia no salían posando porque no se habían dado cuenta de que había una cámara por allí. Todas esas fotos supuestamente defectuosas estaban mucho más vivas que las otras porque eran imperfectas. En unas cuantas aparecíamos mi hermano y yo sacando la lengua (actitud contestataria y rebelde). ¡Yo que siempre he pensado que era formal y pánfilo había sido un rebelde en la infancia! ¡Todo era obra de mi padre que actuaba como demiurgo políticamente correcto! ¡Él había tejido la historia "oficial" de mi familia! Encontré unas cuantas sorpresas mirando aquel álbum pero nada me había preparado para lo que encontré en la última página: el único documento fotográfico de mi extinto disfraz de Papá Pitufo.

Resulta que aquel disfraz nunca existió. En la foto aparezco yo en el balcón del piso familiar posando. El disfraz consiste en una careta, nada más que una careta. Las mallas son unos pantalones de pana granate que yo ya tenía anteriormente y la camiseta de manga larga azul es un jersey de pico celeste. Al Papá Pitufo de la foto se le ve bastante el cuello de la camisa, se le ven hasta tres botones de una pequeña camisa blanca. Aquello tampoco era un disfraz. Puedo decir que el disfraz de pirata de la rebeca marrón –que, ahora que lo pienso, me hubiera venido de perlas para ser un pastorcillo- era mejor, a duras penas, que el fantástico disfraz de Papá Pitufo que mi memoria se había sacado de la manga. Puedo decir, en defensa de mis padres, que en la fiesta siguiente tuve un disfraz de pirata en condiciones, con botas, sombrero y espada. Lo que sí es cierto es que aquello foto me hizo "recordar", aunque ya no esté seguro de nada, cómo me sentí el día de Papá Pitufo. Recordé varios detalles que no había recordado en todo este tiempo. Recordé cómo, en el recreo, aquel niño enorme me quitó la careta y la tiró al suelo. Me parece que me dijo que la recogiera, no estoy seguro. Pero lo que sí que recuerdo perfectamente es que cuando me agaché a recogerla, cuando estaba a punto de tocarla, cuando ya era casi mía, su pie la aplastó. No recuerdo si dije algo. No recuerdo si lloré. Recuerdo el sonido que hizo. Recuerdo lo que sentí. Aquella mañana de verano con la cámara encendida y el álbum en la mano reviví aquella sensación y me sentí fatal, me sentí como nunca me había sentido al contar la historia. Puedo decir que nunca he vuelto a recordar ese momento con la intensidad con la que lo recordé aquella mañana, al ver la foto. Es posible que haya mitigado, que el uso que hacemos de un recuerdo lo haga menguar, o que la emoción que nos provoca nos remita, como nos apunta Vila-Matas, a la última vez que lo recordamos. También es cierto que hay recuerdos que engordan con el tiempo, y que cada vez se hacen más punzantes y venenosos. A mí lo único que me queda de toda esta historia es la sensación que tuve al ver como la careta se destrozaba. Intento definir esa sensación, intento darle nombre y describirla pero no me sirve de nada. Todavía no le he dado significado y quizá no lo haga, quizá no la modele del modo que a mí me convenga en este u otro momento para justificar mi carácter o la falta de él, para comprender por qué hago lo que hago o por qué soy lo que soy. A lo mejor el pasado no existe. Y lo que seamos cada uno, lo que sepamos cada uno sobre nosotros mismos dependa de la imaginación y la habilidad del cerebro de cada uno para inventar, en cada instante, para invocar, pautar y diferenciar ese único ayer que conforma todos los momentos anteriores a éste. Y a éste después de éste. El pasado puede no ser. Y quizás nuestras cartas y fotos sólo sean los andamios de un edificio sin habitaciones.

Una mañana Joan Didion se despierta y se mira en el espejo. Una mañana Joan Didion se despierta y se da cuenta de que, hasta la muerte de su marido, no ha percibido el paso de los años en su rostro. Nos lo explica así: "El matrimonio no es sólo tiempo; paradójicamente es también la abolición del tiempo. Durante cuarenta años, me vi en la mirada de John. No envejecí. Este año, por primera vez desde que tenía veintinueve, me vi en la mirada de los demás."


El año del pensamiento mágico. Joan Didion. Global Rhythm Press. 2006
El viaje vertical. Enrique Vila-Matas. Anagrama. 1999
París no se acaba nunca. Enrique Vila-Matas. Anagrama. 2003

2 comentarios:

Anónimo dijo...

eh! pero si es un texto de luis lópez carrasco y mola! te pido disculpas (pero el resto, los propios, es pura basura)!

Anónimo dijo...

eh! pero si es un texto de luis lópez carrasco y mola! te pido disculpas (pero el resto, los propios, es pura basura)!