Por Desperdicios."Yo gusto a causa de mi mal gusto"
Natalio R. Petroff, en Sal Gorda.
"Comparto la herejía de Caín. Dejo que mi hermano
se vaya al diablo a su propia manera"
Robert Louis Stevenson, El extraño caso del
Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Tengo veintinueve años, un trabajo de traductor que apenas me da para vivir, sufro un coma social y nunca podré practicar las obras completas de Kinsey con una mujer. Por lo demás, como buen retardado emocional, me siento cada vez más joven (vamos, como Tom Hanks en Big) y soy feliz: a mi madre le gusta el cine trash.
Sucedió un sábado por la noche. Mi madre se encontraba indispuesta, así que Supermierda no había salido con María, ni con sus amiguetes, y yo..., yo me quedaba en casa, como cualquier fin de semana. Estábamos viendo Sal Gorda (Fernando Trueba, 1983), un insípido gazpacho de comedia clásica, Woody Allen & Marshall Brickman y las parodias absurdistas firmadas por los Zucker-Abrahams, que inopinadamente pasaban por televisión. Supermierda se había mostrado de lo más obstinado (le encanta aquello que dio en llamarse "comedia madrileña", aunque yo no creo que haya aportado en verdad gran cosa, más allá de Ópera Prima, De Tripas Corazón y un puñado de divertidos cortometrajes), y nuestra madre había apoyado la elección, pese a que yo acababa de conseguir Buenas Noches, Señor Monstruo (Antonio Mercero, 1982), megacaspa musical disfrazada de film(ete) infantil (o viceversa). Esta preferencia viene de lejos: Supermierda es el pequeño y su favorito, el ideal. Entre ambos hay un extraordinario parecido, como si la belleza de nuestra madre se hubiese trasladado al sexo opuesto en la persona de mi hermano, y una confianza y entendimiento mutuos –los dos comparten entre otros intereses igualmente absurdos la afición por un vetusto folk partisano y/o redentor: Alberto Gambino, Violeta Parra (cuando yo siempre preferí a su hermano Nicanor)...; afición que, en el caso de mi hermano, no puedo sino juzgar más edípica que sincera.
Resoplé y me levanté del sofá. Supermierda no salía de su asombro; nuestra madre se miraba las uñas, distraída. Comencé a echar a pestes. Aquello era un bodrio como un piano, y lo peor es que apenas se seguía con algo de emoción: las subtramas eran insustanciales, el ritmo, antes que vertiginoso, resultaba atolondrado y el desarrollo plomizo, de una torpeza digna de récord. Como colofón, había un romance de vídeo–clip y hasta un par de canciones de Nacho Cano. La "Escuela de Yucatán" a tomar por saco.
A fin de cuentas, dije, Sal Gorda parece dirigida por un imitador de Trueba, por uno discreto y coyuntural, alguien que decidió beneficiarse de su éxito, tal vez queriendo ser igual de divertido, pero con una insufrible actitud crematística. Algo así como un reflejo botarate del propio cineasta: Mr. Hyde, Caín o William Wilson rodando una comedia madrileña cargada de mala pata.
Resulta difícil imaginar por qué en ese momento me acordé del negado W. Lee Wilder, hermano mayor del genial Billy y responsable de subproductos extrabaratos, extrarápidos y extraterrestres (los más risones, Phantom from Space y Killers from Space, están considerados auténticas delicias por los amantes del trash más infame). Tal vez influyera el recuerdo de la conocida admiración de Trueba por el Wilder más celebre, no lo sé; en cualquier caso, mi madre apagó la televisión, y un alelado Óscar Ladoire se esfumó hasta convertirse en un punto blanco en la pantalla.
Opté por contraatacar. Le aseguré que W. Lee se trataba de uno de los peores tipejos de la exploitation más arrastrada y parasitaria:
- Date cuenta cómo adaptó su nombre real, Wilhelm, para que recordase fonéticamente al de su hermano Billy.
Miré a Supermierda: parecía encontrarse absolutamente fuera de lugar. La visión de mi hermano desconcertado, casi tenso, me animó a proseguir:
- De hecho, Billy solía decir que toda su familia había sido asesinada por los nazis. Solamente habló de Wilhelm en una ocasión: en 1976, durante un seminario del American Film Institute. Declaró que, a pesar de llevarse un año tan sólo, no tenían nada en común y que era "un aburrido hijo de puta".
Ambos me escuchaban atentamente. Probablemente porque al margen de que estuviera burlándome de W. Lee, su penosa filmografía pertenece por derecho propio al grupo de "aquellas películas tan malas que, perversiones de la mirada, pasan a convertirse en filmes de culto" (Antonio Weinrichter dixit). O quizás fuese porque muy pronto comencé a dibujarlo como una figura algo trágica (cuando no debió ser más que bastante patética y ridícula, tristemente grotesca, como la de cualquiera de nosotros), de hecho considero al mayor de los Wilder creador de un subgénero cinematográfico propio, más allá de su condición de realizador sin vergüenza: el sub–terror autodestructivo.
Tras verse obligados a emigrar de Alemania a causa de la persecución nazi, Wilhem, "W. Lee" (William Lee), Wilder convenció a su hermano Samuel, "Billy", para que se trasladase a Estados Unidos, donde (re)inició una brillante carrera de guionista (y, posteriormente, realizador, aunque en 1933 ya había codirigido en Francia Curvas Peligrosas/Mauvaise Graine con Alexandre Esway). Wilhelm regentaba ya su propio negocio, el provechoso Wm. Wilder Co., Inc., Original Handbags, dedicado a maletines y bolsos de mano; sin embargo, el eco de la fama de Billy (para 1944, con treinta y siete años, había rodado ya Perdición/Double Indemnity, una de las películas canónicas del cine negro), o puede que la casa que éste poseía en Beverly Hills, motivó que hiciera las maletas y se plantase junto con su mujer y su hijo en Hollywood.
Sus comienzos en la industria fueron mediocres, pero, por otro lado, decididamente simpáticos: Fracasado el proyecto de adaptar Emil und die detective (para el que solicitó la ayuda de Billy, aunque parece ser que éste no se mostró muy receptivo), produjo El Gran Flamarion (The Great Flamarion, 1945), dirigida por un primerizo Anthony Mann, para a continuación debutar con The Glass Alibi (1946), una suerte de Perdición subarrendada, aunque no carente de interés. Después, algunos thrillers misérrimos (necesitados, actualmente, de una urgente revisión): Yankee Fakir (1947), The Pretender (1947), Once a Thief (1950). Y, finalmente, el silencio. No sería hasta 1953 cuando emergería de nuevo (?) produciendo y dirigiendo caspa a troche y moche en forma de infracine fantástico característicamente fifties.
Me lancé a recordar las películas del hermano tonto de Billy Wilder, me vinieron todas a la memoria como despropósitos encadenados. La aletargada The Snow Creature (1954), a partir de un guión agusanado de su hijo Myles, resolvía al fin la charada fraternal y nos lo emparentaba con quien, por lógica, debería haber sido su gemelo, el insondable Jerry Warren (manufacturero de un asmático clon, Man Beast, también con hombre de las nieves zetoso). Manfish (1956) era un inenarrable expolio a Poe (El escarabajo de oro + El corazón delator) protagonizado por el mejor Peor Actor de Todos los Tiempos (con permiso de Russ Tamblyn y Ted Raimi), el esforzado Lon Chaney Jr., y la sinvergonzonería del resultado andaba a la altura de nuestro J.P. Simón, esto es, roña abismal. Al año siguiente, un mad doctor intentaba transplantarse a sí mismo ni más ni menos que la cabeza incorrupta de Nostradamus en Man without a Body, indiscutible ejercicio de bastardeo pulp. Entre tanto título a ras del suelo (y más que había: The Big Bluff, Fright/Spell of the Hypnotist, Spy in the Sky!...), la costrosa Bluebeard´s Ten Honeymoons (1960) decepcionaba en su condición de desecho: una caspa–movie del montón, de presunto pedigrí británico (el gran George Sanders interpretaba el papel protagonista, un Barbazul de opereta), más cercana al kitsch cutre–lux que otra cosa.
Pero, sin duda, su obra maestra fue la singular Killers from Space (1954), enfangada en la serie Z más pantanosa. Una nulidad lustrosa y bizarre, apogeo del desvarío más estrepitoso y estruendoso, en la que Peter Graves (que había trabajado el año antes con Billy en su Traidor en el Infierno/Stalag 17) se enfrenta a los belicosos Astronitas (originarios del planeta Astron Delta), quienes en su plan de invasión y conquista terrestre utilizan la energía de las pruebas nucleares que el ejército lleva a cabo en el desierto de Soledad Flats para mutar a la fauna autóctona y así disponer de todo un ejército de criaturas monstruosas (el guión es obra, claro está, del caradura de Myles, en la que constituye la mejor sociedad familiar del cine chungo, y eso años antes que los mejicanos René Cardona, padre e hijo)... Toda una delicia camp, fuente inagotable de diversión si se posee un sentido del humor no estragado, a causa de su desparpajo y la falta de sentido del ridículo de la que hace gala (el maquillaje y el vestuario de sus alienígenas de serial, entre la cutrez lurid y exótica y el atropello pop, se reducen a unas ceñidas mallas y una pelota de ping–pong pintada en cada ojo, como suena), y de su regocijante narración disléxica: cfr. la larguísima secuencia en que Doug Martin (Graves) huye de una animalidad desmandada de ferocidad comparable a la de la rana Gustavo (enormes lagartos, arañas y saltamontes de lo más rampante, nada de muñecos falleros: aparecen abusivamente por roñosa transparencia uno tras otro), altamente delirante, a ratos vulgar, pero siempre lúdica y persuasiva...
Mi madre interrumpió mi enloquecido monólogo.
- ¿Tienes alguna de ellas?
Envalentonado como estaba, decidí tirarme a la piscina. Escogí su última película, The Omegans, una aberración psico–pop de temible producción filipino–americana, lo mejor de cada casa: Durante un viaje por la jungla malaya, un artista, Valdemar (Lucien Pan), descubre que su esposa Linda (la tórrida Ingrid Pitt) le engaña con Chuck, el guía nativo (Keith Larsen). Como venganza, les convence de posar para una de sus obras en un misterioso río radiactivo que intoxica y desfigura a aquellos que se han bañado en él: si podía verla sin agarrar el mando a distancia a cada minuto, podía ver de todo.
Terminada la película, apenas 80 minutos más tarde, el comentario de mi madre fue como un balazo en la frente de mi hermano:
- Creo que prefiero a Ed Wood. O a Jess Franco. Definitivamente, el tío Jess es muchísimo mejor.
2 comentarios:
Qué mierda más buena.
Aunque ya conociese algunas películas de W. Lee Wilder gracias a los doblajes de "Muchachada Nui" tu post me ha parecido bastante instructivo.
Salu2
Leyendo el libro "El sitio de Viena", de Carlos Losilla, me he enterado de que Fritz Lang tenía también un hermano mayor. Al parecer, hay un estudio biográfico de Pat McGilligan sobre el cineasta alemán que aborda esto: "Fritz Lang. The Nature of the Beast".
Losilla lo resume así:
"Según McGilligan, Lang tenía un hermano mayor, nacido en 1884, llamado Adolph, al que todo el mundo llamaba Dolph. De complexión física mucho más débil que Fritz y también menos favorecido, una implacable soriasis acabó de convertirló prácticamente en un proscrito para la exigente familia Lang. Cuando aparecían visitas inesperadas, procuraban esconderlo en las habitaciones del piso superior. Y el desprecio de los que le rodeaban por su persona llegó a tal extremo que nadie pensó en él a la hora de repartir la herencia paterna. Al contrario de lo que le sucedió a su hermano, durante la Segunda Guerra Mundial su condición de medio judío lo sumió prácticamente en la miseria. Pero cuando acudió al famoso Fritz Lang en busca de ayuda, sólo encontró algún que otro paquete de comida enviado desde ultramar. Fritz y Dolf no volvieron a verse desde que el primero abandonó Alemania en 1933. Murió en 1971, a la edad de 76 años, en una institución pública vienesa. Poco después le siguió su mujer, Eugenie. La hija de ambos, Lene, había fallecido siendo muy joven. Cuando Lang, en el curso de ese mismo año, regresó a su ciudad natal por primera vez desde que abandonara Europa, alguien le propuso visitar la tumba de su hermano. La negativa fue rotunda. `Lo que está muerto, muerto está´, aseguran que afirmó".
Sería interesante, sin duda, analizar otras parejas de hermanos similares: Robert y Curt Siodmak, Leonard y Paul Schrader..., sin caer en aproximaciones mezquinas a lo Donald Spoto o Jesús Palacios.
Saludos, y enhorabuena por el blog,
Abel D.
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