viernes, 23 de noviembre de 2007

A mi madre le gusta el cine trash: Phil Tucker. Un hombre y su sueño

"¿Es legítimo acusar a alguien por haber hecho una mala película?
¿Alguien ha pretendido alguna vez hacer una película mala con premeditación?"
Fernando Trueba.

"No creo que exista nadie en el mundo capaz de hacer mejor

lo que yo he hecho con tan poco dinero"
Phil Tucker.

- ¿Robot Monster? ¿Qué película es ésa?

El ignorante era mi hermano, Supermierda, conocido por escribir sobre personas de las que ya nadie se acuerda. Robot Monster (1953), le expliqué, era una de las películas malas más famosas de la historia del cine y su director, el ciclotímico Phil Tucker, un individuo capaz de igualar (e incluso, superar) al más reputado (?) Ed Wood, a cuyo oscuro protocine no le fue a la zaga.

- De hecho, John Carpenter la considera uno de sus placeres culpables.

Nuestra madre había levantado la vista de los exámenes que estaba corrigiendo y nos miraba con un extraño brillo en los ojos:

- ¿No lo sabíais? Y Joe Dante le dedicó un cariñoso homenaje en Looney Tunes: de Nuevo en Acción. No es de extrañar, es que Tucker los supera a todos: Bert I. Gordon, Jerry Warren, Al Adamson...

En momentos así me siento en paz con la vida y con el mundo. Supermierda con cara de pasmo y yo levitando hasta el séptimo cielo; la venganza es dulce. Oír recitar a nuestra madre el palmarés de la garrula nulidad cinematográfica es ya mi mejor regalo de Navidad. Quise prolongar la sensación, así que continué:

- Es mala, pero muy especial. Tiene algo..., carisma psicotrónico, y eso en una década pródiga en cine abisal.

Lo cierto es que Robot Monster representa el lado más sombrío y miserable de la fábrica de sueños. Es tosca, confusa y esquemática y rezuma aspereza por todos sus orificios de film gruyère; basura de programa doble que desaparece por el desagüe y emerge años después como clásico camp, como pasatiempo pop, objeto de indudable diversión, que no de culto.

Pero, a sus veinticinco años, el entonces rutilante Phil Tucker creía firmemente estar realizando cine del bueno. Convencido y encantado de su trabajo con Wyott Ordung –joven estudiante de arte dramático devenido guionista y director de monster movies bajo la férula de Corman (Monster from the Ocean Floor), y a quien Tucker atribuiría posteriormente las deficiencias del film–, Tucker se topó con el rácano Al Zimbalist (Cat–Women of the Moon, King Dinosaur), quien no tardó en convencerle de que aceptase un sonrojante presupuesto de 50.000 dólares (16.000, en palabras de nuestro negado cineasta) y cuatro días de rodaje en un birrioso sistema 3–D de pomposo nombre, el Tru–Stereo Three Dimension Process. El guión de baratillo y la ostentosa inepcia de Tucker como director hicieron el resto.

Quizá éste debería haberlas visto venir cuando, aún en fase de preproducción, la cosa comenzó a pintar rematadamente mal. Para Ro–Man, el monstruo alienígena que destruye a toda la humanidad con un súper rayo calcinador a excepción de seis terrícolas inmunizados por un suero, Tucker veía al principio una suerte de robot: "Hablé con varias personas que tenían disfraces de robot, pero eran demasiado caros. Entonces me acordé de que conocía a George Barrows (destacado especialista que interpretaba el papel de gran simio en la mayoría de films ambientados en la selva). Cuando se necesitaba un gorila en un rodaje, se le llamaba a él, porque tenía su propio traje y cobraba sólo 40 dólares por día, así que pensé que George nos saldría baratísimo. Encontré un casco de buceo, lo coloqué sobre el traje ¡y funcionó!". En realidad, no lo hizo en absoluto, aunque tampoco ayudó rematarlo con unas ridículas antenas provenientes de un viejo televisor. Sin embargo, Tucker no se arredró y con la misma pasión que distinguió a Ed Wood (con idéntico optimismo absurdo también), creyendo que estaba creando algo genial aunque no fuera el caso, intentó solventar la chapuza de rodaje y la infinidad de problemas con los productores.

Al final, Robot Monster resultó ciencia–ficción minimal de puro esquelética, un desatino de serie Z consignado a un disipado ridículo: cfr. el arsenal bélico futurista de Ro–Man, reunido a base de restos de serie: la pantalla plana de telecomunicación sobre un tocador, un equipo de radio sacado de algún film bélico y una máquina de burbujas que aparece en los créditos como Automatic Billion Bubble Machine, nada más y nada menos; los planos de recurso de la base espacial simulada por la maqueta de una nave que se bambolea patéticamente entre el humo y las chispas de una bengala (hacia el final del plano, antes de que Tucker corte, vemos perfectamente el brazo del técnico que la manipula); el mismo diseño del monstruo (desde Creature from Haunted Sea, de Roger Corman, no había visto un espantajo igual)... Además, con vistas a conseguir unos míseros sesenta minutos (parco metraje incluso para las estrecheces de la serie B: ¡si hasta consta de un interludio!), se reciclaron a mansalva imágenes de El Mundo Perdido (The Lost World, Harry O. Hoyt, 1925), One Million B.C. (Hal Roach & Hal Roach Jr., 1940), Lost Continent (Samuel Newfield, 1951), Flight to Mars (Lesley Selander, 1951) y material documental de la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, más allá de su nulo interés visual, sus fallos de raccord non–stop y su desastrosa narración –ese holocausto torpe y barato, recreado a base de montar una y otra vez los mismos planos de ciudades bombardeadas y dinosaurios (o reptiles que simulan serlo) de los films mencionados, que al final se revela (¡oh!) el sueño de un niño–, Robot Monster es un título tan menor como inclasificable, una curiosa aproximación a las películas de invasión alienígena en boga. Frente a rutinarias baratijas minadas de lugares comunes, Robot Monster presenta al menos algún que otro giro indigesto: uno de los desganados niños protagonistas es asesinado por Ro–Man en una escena que remite al Frankenstein (Íd., 1931) de James Whale en versión ultra–Z, hay un gozable erotismo, ingenuo y explícito al mismo tiempo, que llega a contagiar al propio monstruo (rijoso, le arrancará el corpiño a Claudia Barrett) y el héroe (un primerizo George Nader a punto todo el rato de bajarse la bragueta ante la belleza abisal de Barrett) muere antes del final. Tucker fue inconscientemente a la contra. Y le salió (muy) mal.

Para más inri, Tucker discutió violentamente con los productores y estos le denegaron el derecho al montaje final. El director tuvo que hacer cola (no demasiada, en realidad) y pagarse su propia entrada para ver la película, que tras los sucesivos cambios de título (Monster from Mars, Monsters from the Moon: al parecer, daba igual su origen) se estrenó con el escueto y zetoso nombre de Robot Monster. Tucker, convertido para entonces en una mezcla de Ed Wood y Hal Ashby, siguió viviendo en las nubes de Hollywood, convencido de la calidad de su “ópera prima”, y, en una curiosa muestra de integridad, publicó una carta en un periódico local defendiendo el film a capa y espada. Poco después, deprimido tras una discusión con el distribuidor, que se negaba a pagarle el porcentaje acordado sobre los exiguos beneficios, trataba de suicidarse, sin éxito.

El caso de Phil Tucker, como el de tantos otros, representa “la locura, el disparate absurdo que entraña la realización de una película. Detrás de todas, incluso de la peor de ellas, ha habido siempre un pobre imbécil que creía estar haciendo historia” (3). Esto es, la distancia entre la sincera ambición artística y el talento real, la falsa ilusión de haber logrado algo. Ver, si no, Broadway Jungle (1955), film escrito, producido y realizado por Tucker que narra los esfuerzos denodados de un director por sacar adelante una película con actores mediocres y un presupuesto paupérrimo.

Como cineasta, Tucker jamás logró salir de lo más profundo de la serie Z, a la que entregó otros trabajos de similar catadura, como Tia Juana After Midnite (1954), Baghdad After Midnight (1954), Pachuco (1956) y la justamente infame The Cape Canaveral Monsters (1960). Su carrera, cada vez más redundante, más mala, sólo alcanzó cierto grado de curiosidad (arqueológica, en cualquier caso) con Dance Hall Racket (1953) y Dream Follies (1954), títulos escritos y protagonizados por el gran Lenny Bruce junto a su esposa Honey Harlow.

- Pero no, el Cine debería ser cine bueno, lo demás es sólo un error lamentable –lo más maravilloso de Supermierda es su deliciosa incapacidad de perderse entre líneas-. Además, no comulgo para nada con esa clase de visionado risible. Que cada palo aguante su vela.

A lo que nuestra madre repuso, sabiamente:

- Hijo mío, como dijo Ado Kyrou, “aprende a mirar las malas películas; a veces pueden ser sublimes”.

(1) Otra de las inminentes incorporaciones a este blog–fanzine: sus primeras entradas versarán sobre Curtis Harrington, director de Queen of Blood (1966), estupendo film apreciado incluso por gente de la calaña de mi hermano, y Bruno S., el actor de El Enigma de Kaspar Hauser (Jeder Für Sich Und Gott Gegen Alle, Werner Herzog, 1974) y Stroszek (Íd., Werner Herzog, 1977).
(2) Tamaño sentimiento de negación tampoco es tan infrecuente si atendemos no ya el ejemplo de Wood y sus megacaspas de consumo ultra–rápido, sino el de otros directores, presuntos autores, tan distintos (o no) como Paul Naschy, Daniel Calparsoro o Julio Medem, entre otros...
(3) Trueba, Fernando. Diccionario de cine, Ed. Planeta, 1997.

Por Desperdicios.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Enhorabuena, me he divertido mucho leyéndolo, aunque sigo prefiriendo el de W. Lee Wilder. ¿Quién será el próximo?

Anónimo dijo...

¡Qué bueno! Ya sé quién eres.
Besitos.

Anónimo dijo...

¿Para cuándo el siguiente, pedazo de vago?