miércoles, 14 de noviembre de 2007

Richard Quine (y II). El estrafalario juego de Hollywood

En la misma línea de comedia negra se sitúa la muy bizarra Oh, Papá, Pobre Papá, Mamá te Ha Encerrado en el Armario y a Mí me Da Tanta Pena, adaptación de la corrosiva obra teatral de Arthur L. Kopit. En ella, Quine arremete de nuevo contra la clase media norteamericana (representada en una familia disfuncional) y su escala de valores a través de un relato deformado que parece por momentos una suerte de remedo cómico de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960): Madame Rosepettle (Rosalind Russell), una madura viuda que tiene, entre otras estrafalarias aficiones, la costumbre de alimentar con gatos a sus pirañas, viaja a Jamaica acompañada de su hijo (Robert Morse), un veintañero al que mantiene en un estado de perpetuo infantilismo, y de un ataúd que contiene el cadáver de su marido fallecido (Jonathan Winters), que es quien nos cuenta (e incluso puntúa desde una esquina de la pantalla) toda la historia. Allí conocen a Rose (Barbara Harris), una atractiva niñera con la que Jonathan, el retoño Rosepettle, se pondrá cándido. Pero el resultado, una mayúscula sátira social, jocundamente cáustica, condimentada con un humor delirante, excéntrico, cercano a la extravagancia, no satisfizo a la productora y Alexander Mackendrick volvió a rodar algunas secuencias. Pese a ello, el film resultó un sonoro fracaso comercial.


Oh, Papá, Pobre Papá, Mamá te Ha Encerrado en el Armario... supuso el fin de la etapa más fructífera de la trayectoria de su realizador, iniciándose a partir de Intriga en el Gran Hotel (Hotel, 1967) una penosa edad oscura. Durante este catastrófico período, que coincidió con el momento en el que la comedia hollywoodiense entraba en la primera fase de su ocaso, Quine pareció perder todo atisbo de creatividad cinematográfica. Wendell Mayes, productor y guionista, da algunas de las claves del desaguisado de Intriga en el Hotel, una insignificancia basada en el libro multiventas, hoy ya olvidado, de Arthur Hailey: “Al estudio le parecía que Richard Quine y yo nos entenderíamos bien, y así fue, así que él era el director. Lo pasamos fatal para elegir a los actores. Era una de esas situaciones en las que el estudio quiere hacer una película porque necesitan algo para pagar los gastos generales. No estaban rodando nada, así que teníamos que elegir a los actores con mucha rapidez. Todos reconocíamos que era una fórmula anticuada, y quizás si hubiéramos tenido a estrellas más importantes habría ido tan bien en taquilla como Aeropuerto”. ¿Qué diferencia hay entre Intriga en el Gran Hotel y una mediocridad como Hotel Internacional (The VIPS, Anthony Asquith, 1963)? La respuesta es bien sencilla: no existe ninguna diferencia, una tiene producción estadounidense y la otra británica, pero ambas son aburridas y lamentables, dos bodrios que revelan la decadencia de sus directores al mismo tiempo que esconden su escasa originalidad tras un desfile de estrellas de segunda fila o en franca decadencia.

Tras la depreciación formal proseguida en A Talent for Living (1969), Quine acometió la realización de El Infierno del Whisky (The Moonshine War, 1970), en la que contó con la colaboración como guionista del escritor Elmore Leonard. El film, una comedia dramática amorfa y profundamente irregular, extraña y atonal al mismo tiempo y muy alejada del estilo y los gustos de Quine, puso de manifiesto la desorientación del cineasta dentro del nuevo Hollywood. Leonard nos da su versión del asunto: “Para ser claros, Dick Quine no era el tipo que debió dirigir una película sobre gente que vive en hoces y habla de manera rara. Había hecho comedias a la moda de la época (para ser más claros aún, Quine había creado esa moda), como Encuentro en París y Cómo Matar a la Propia Esposa. El Infierno del Whisky no tuvo ninguna oportunidad. Siempre preguntan al escritor, pero nunca le prestan la menor atención. Pensaba que Richard Widmark no era adecuado para el papel del contrabandista. Me había imaginado a alguien como Burl Ives, con una chica de dieciséis años sentada en su rodilla. Fui al rodaje un par de días. Patrick McGoohan tenía una escena con Joe Williams, que cantaba blues con Count Basie. Después de ver varias tomas, McGoohan vino hacia mí y me dijo: ‘¿Qué se siente al ver cómo joden todas tus frases?’”.

Sea como fuere, los números mandan y su fracaso hizo que Quine optara por refugiarse en la televisión. El cineasta pensó en aprovechar el medio para revitalizar su moribunda carrera (a fin de cuentas, en los 50 había realizado The Mickey Rooney Show para la pequeña pantalla bajo el seudónimo de Hey Mulligan), pero sólo realizó episodios de varias series (Colombo, Hec Ramsey y Project UFO) y tres tv–movies: Catch 22 (1973), a partir de la célebre novela de Joseph Heller, coguionista de La Pícara Soltera; W (1974) y The Specialists (1975).

Al fin, en 1979, dirigió Double Take, que lamentablemente desconozco, y El Estrafalario Prisionero de Zenda (The Prisoner of Zenda), infausta parodia de la deliciosa novela de aventuras Anthony Hope (1) ideada para el lucimiento de un Peter Sellers en horas bajas. Curiosamente, en su regreso al cine la puesta en escena de Quine se mostró alarmantemente desganada y plana, como contagiada por la asepsia televisiva. Además, Sellers y Quine se subordinaron inexorablemente a la parodia del momento y el film no sólo resulta muy poco gracioso, sino también de una grosería y vulgaridad antes impensables en el firmante de Me Enamoré de una Bruja; un quiero y no puedo entre Mel Brooks y el peor Blake Edwards: un fiasco.

Durante los siguientes diez años, el otrora exitoso Quine no perdió la esperanza de volver a dirigir. Su antiguo amigo Blake Edwards se había amoldado mal que bien a los nuevos métodos de hacer cine y continuaba realizando películas, si bien los resultados eran muy irregulares, oscilando entre lo interesante (10, la Mujer Perfecta, Ten, 1979; ¿Víctor o Victoria?, Victor/Victoria, 1982; Mis Problemas con las Mujeres, The Man Who Loved Women, 1983; la citada S.O.B.) y lo decididamente mediocre (El Gran Enredo, A Fine Mess, 1986; Asesinato en Beverly Hills, Sunset, 1988). Pero en Hollywood un cineasta vale lo que su última película, y ni El Estrafalario Prisionero de Zenda ni el aborto de El Diabólico Plan del Dr. Fu–Manchú le sirvieron de mucho. Esperó y esperó; al fin y al cabo, si un film tan deudor de la comedia clásica como Cita a Ciegas (Blind Date, Blake Edwards, 1987) había tenido éxito quizás tuviese alguna oportunidad. Pero resultó sólo un doloroso espejismo: durante los años 80, lo que se llevaba eran las comedias destrozonas (nada que ver con Frank Tashlin y Jerry Lewis), necias, torpes, visualmente muy feas; él parecía encontrarse anclado en el pasado. F. Scott Fitzgerald lo había dicho: “No hay segundo acto en la vida de los americanos”. Y, al final, tiró la toalla. Simplemente, se rindió.

José María Latorre aclaraba las causas de la prematura clausura de la carrera de Quine: “El Hollywood de los últimos años sesenta y los primeros setenta no estaba para este tipo de cosas, y tanto Quine como lo que representaba habían pasado de moda”. Pero eso no explica la tierra echada sobre trabajos como La Pícara Soltera y Oh, Papá, Pobre Papá, Mamá te Ha Encerrado en el Armario... ni su olvido como realizador de Cómo Matar a la Propia Esposa, Un Extraño en mi Vida y La Misteriosa Dama de Negro (ni mucho menos justifica el suicidio–asesinato a manos de Hollywood del que había sido un creador brillante, un hombre modesto y melancólico que supo mover la cámara con una vitalidad realmente contagiosa), que, todavía hoy, permanecen sin reparar.

(1) Que ya habían llevado a cabo con bastante mejor fortuna Blake Edwards y Richard Lester en las más divertidas La Carrera del Siglo (The Great Race, 1965) y El Cobarde Heroico (Royal Flash, 1975).

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