El cuento empieza tal que así: “Estaba terminando de escribir el código de cuenta para completar la transacción por internet cuando Moskowitz llamó a la puerta.
- ¿Sabes qué me pasa últimamente? ¿Sabes qué me pasó anoche? ¿Me escuchaste anoche? Me desperté otra vez, duermo fatal (Dijo Moskowitz y se encendió un cigarrillo mientras yo miraba la fecha de caducidad de la tarjeta de crédito y pulsaba las teclas correspondientes). Me he despertado esta noche a las cinco y me he dado cuenta de que es algo que me está pasando desde hace unas cuatro noches. La cosa es que me despierto porque estoy soñando que estoy follando con unas tías, me las estoy follando bien, a gusto, y entonces me despierto. Me despierto de lo cachondo que estoy. Me intento volver a dormir pero no puedo porque estoy totalmente empalmado, estoy muy, muy cachondo, entonces me tengo que hacer una paja porque si no, no hay manera humana de que concilie el sueño. Me hago una paja en mitad de la noche y me duermo otra vez. Y ya son cuatro noches. (Moskowitz hablaba, a pesar de que yo tenía puestos los tapones para los oídos, ¿por qué me contaría todo esto? Yo no podía dejar de pensar en la compra que estaba efectuando y en todas las ventajas que nos ofrecería.)
- ¿Y Raquel que piensa de todo esto? -le dije, y esperé, mientras la central de datos comprobaba el saldo de mi tarjeta.
- A Raquel como podrás entender, no le he dicho nada.
- Entiendo. (El número de serie era el Z99DFRBYV-37, se lo susurré a mi robot Espléndido y él me lo escribió en el cuaderno de mano y en el teléfono móvil -el número de serie era fundamental para validar la garantía-, le dije adiós con la mano a Mosko y saludé de nuevo a todos mis amigos del Espacio Interior y pensé en lo que ocurriría ahora que iba a dejar de arrastrarme por la tierra e iba a aparecer en todos los hogares a todas las horas en todas las cadenas, ¿cuántas veces me haría falta a partir de ahora? ¿Cuántas veces sería yo mismo necesario a partir de esta noche? - me pregunté ésta y otras preguntas sin respuesta, mientras la firme mano de mi jefe de grupo y colega, Jesucristo Schoppenhauer, me indicaba el próximo poblado a aniquilar...”
Así comienza el tercer y último libro de Guillermo Rome, el primero de este escritor argentino que se publica en España. El día que nos compramos el satélite y otros cuentos (Ebecé Editores, 2.007) inaugura en nuestro país a un escritor que ha alcanzado una creciente popularidad en su país de origen –su segundo libro, La rebelión de los cuerpos (Amaranto, 2.003), fue finalista del prestigioso Samuel Esquivel, Ebecé ya ha anunciado su inminente aparición por estos lares-. En El día... se funden en un abrazo adorable el Realismo sucio y la serie B de los cincuenta, la descripción sucinta de la clase media y las interferencias alucinatorias de la cultura de masas, los ataques de gota y la amenaza alienígena, los despachos de la Casa Blanca y el Chavo del Ocho, robots en huelga, ferias de ganado, peluqueros cineastas y una larga nómina de hombres y mujeres que Rome perfila con una calidez y afecto poco habituales. Ya que por muy extraterrestres que nos puedan parecer las peripecias en las que se embarcan los protagonistas de cada relato, el tono es siempre tranquilo, sin aspavientos, la anécdota siempre es otra. Como si Jarmusch estuviera rodando a Bradbury.
“... en un momento de la partida pierdo a mi batallón y tras un giro de muñeca aparezco al pie de los océanos de Ruido. Camino por la costa como un turista más, las Voces Dispersas me saludan desde la otra orilla, jingles del siglo pasado y telefonía predigital entrechocando en el oleaje, (caminito de Belén...hemos quedado a las cinco en el Cine Avenida...los pastores son primores en el portal de Belén...me ducho y te recojo a la salida...el chuleta de un barrio llamado Bel Air…los tipos de interés suben medio punto...la Virgen y el niñito juegan en el caminito...llega febrero y con él las lluvias...), todas esas voces que me recuerdan que yo también soy una voz y que me piden que me una a ellas. Todas esas voces que imitan el timbre de las personas que he conocido y que me ponen terriblemente melancólico (¿Hijo? ¿Eres tú, hijo? No te veo... ¿Dónde estás?). Un mochuelo con chistera me tira de la manga, es Tolo, mi otro compañero de piso, caracterizado para el Kurby´s Adventures:
- Cuando tengamos el satélite, ya no tendremos que pasar por aquí, ¿verdad?
- No, claro que no. Estoy esperando a que chequeen nuestros contratos de trabajo. Lo pagaremos en cuarenta cuotas trimestrales, a lo mejor esta misma noche podemos hacer el pedido.
- Eso sería cojonudo...”
- Eso sería cojonudo...”
Si los primeros relatos de la colección todavía se permiten ciertas injerencias barrocas, oníricas, puramente alucinatorias -el llamado Espacio Interior, que nos recuerda a la Confederación Umbilical del primer libro de Rome, Los mejores amigos del mundo (Amaranto, 2.001)-, a medida que el libro avanza asistimos a un progresivo –y yo diría que definitivo- allanamiento de la prosa. Menos Gibson y más Chejov. Rome se desembaraza de su habitual carrusel de feria verbal, el componente mágico-festivo se aplaca, la prosa se achica y los tirabuzones líricos son enterrados por oleadas de césped recién cortado, uniforme y limpio. El narrador se dedica a observar la fantasía circundante con mayor economía de medios, como si su principal interés fuera únicamente levantar acta del relato. Los tres últimos cuentos (Las muchachas azules, Atardecer en la selva, Abuelos bajo tierra) serían casos paradigmáticos de este estilo, así como el magistral Papá está estropeado, posiblemente la mejor pieza del libro.
“Dejó a los pequeños mirando la Magic Box y se fue a la cocina a preparar la cena. Mientras abría la lata de Raviolis se acordó de algo y salió al jardín. Allí estaba su madre, fumando, mirando fijamente la espalda del hombre del Servicio de Reparación. El hombre se secó la frente con un pañuelo y removió algo dentro del vientre de su padre. Elisa escuchó un sonido crujiente ahí dentro, como si su padre tuviera papel de embalar en el abdomen. El técnico resopló y se levantó con esfuerzo.
- Esto no lo voy a poder reparar hoy. Se le ha desajustado un zapo y se lo vamos a tener que cambiar porque está todo quemado ¿lo ve? Esto ya no vale, esto lo puede tirar a la basura. Tengo que pedir el recambio a central, pero no llegará hasta la semana que viene.
- ¿Y el amarillo? ¿El amarillo tiene que ver con eso?
- ¿El amarillo? A ver…
Elisa escuchaba el sonido del tráfico tras la cerca, atardecía, y todos los miembros operantes del turno de mañana volvían a sus casas. Su madre se marcharía a trabajar enseguida. Abrió la boca, pero no dijo nada y se volvió a la cocina. Los niños saltaban encima del sofá.
- Tenemos hambre, tenemos hambre.”
Raymond Carver se pone su bata y se recalienta un café aguado. Al mirar por la ventana de su apartamento ve un universo 3D, la línea del horizonte es una sucesión de polígonos fluorescentes. Raymond está acostumbrado: el paisaje electrónico en el que juegan niños con lanzagranadas de colores es el que ve todos los días al despertarse con resaca y sin empleo; no es lo que le preocupa, ni tampoco es lo que preocupa a su narrador. Lo que le preocupa es llegar a fin de mes. Esa capacidad de Rome de encontrar –de reencontrar, de algún modo- los motivos cotidianos, efímeros, poco espectaculares o irrelevantes de cada situación, al margen del serial de ciencia ficción en el que se halle inmersa la trama, es lo que le diferencia de la hornada de nueva narrativa norteamericana que se aglutina en torno a la revista McSweeney´s y con la que se le podría emparentar en un primer vistazo. Rome no participa de la frialdad o el cinismo de Foster Wallace, de Palahniuk o de Eggers. Si por lo descrito anteriormente, El día que nos compramos el satélite, puede parecer un primo hermano del pulitzeriano Guerracivilandia en ruinas, de Saunders, el punto de vista de Rome es más cercano y “realista” –realista en el sentido menos evidente de la palabra-, algo que lo aleja de este autor norteamericano y hace que, desde mi punto de vista, lo supere con creces. Rome no utiliza a sus personajes para hacer un chiste. Al revés, cuando el efecto, el ingenio, la sorpresa final se revela, sus personajes miran a otra parte. Los fuegos artificiales estallan en el cielo, el mundo se ha salvado de una nueva amenaza, pero Capitán Comando baja la persiana y termina la partida de cartas con su vecino. Muchos de los procedimientos que utiliza Rome como la reformulación desmitificadora de iconos populares, la intersección de la literatura como compendio y reajuste de la fábula de los media –el serial televisivo y el cómic, pero sobre todo el videojuego en el caso del argentino-, y la redefinición de las páginas traslúcidas de la Historia –recordar el descerebrado cuento Obamarama- nos acercan a las propuestas de Barthelme o Coover; pero muy probablemente, si tuviéramos que buscarle algún padrino al escritor argentino ése sería Kurt Vonnegut, como el propio autor ha reconocido en alguna entrevista.
Guillermo Rome, caracterizado como Rocketman en los Encuentros Dígito(s)
“Calentamos un matecito y Armando puso la radio que no se oía. El túnel permanecía oscuro y silencioso, sólo interrumpido por los chispazos de estática del transistor. Manuel empezó el siguiente chiste:
- ¿Saben en qué se diferencia un judío de una pizza?
- ¿Qué es un judío?- preguntó el nieto de Alfredo, mientras se probaba un casco de Piloto de la República que le venía grande.
- ¡Aquí tienes a uno! –dijo Manuel y le azotó en el culo. El niño salió despedido y correteó hacia el túnel llamando a su madre, brillando en la oscuridad con un apagado fulgor verde. Alfredo comentó algo pero ninguno de los que estábamos allí le escuchamos, la estática había desaparecido, la radio no emitía ningún sonido. Alguien apagó la luz y me arrastré como pude bajo el catre, me subí la cremallera del mono antirradiación y cerré los ojos, aunque de todos modos no vería nada. No vería nada en mucho tiempo.”
El día que nos compramos el satélite aparece como un espacio de transición en el trabajo de Guillermo Rome. Un espacio de transición que, a la espera de su última novela, -Bowman, prevista para el 2.009– se prevé bastante fructífero: Rome presentará en el próximo salón del cómic de Barcelona un proyecto conjunto con Miguelanxo Prado llamado Untitled#7 y un CD de versiones de Blur a la guitarra flamenca llamado Modern Love is Selfish. Una oportunidad más para comprobar una de las múltiples facetas de una de las voces más prometedoras de la literatura contemporánea, cuya nueva entrega es una ocasión inmejorable para interrumpir, aunque sólo sea unos instantes, el zumbido perenne y constante de los océanos de Ruido.
“Antes de acostarme volví a comprobar el número de pedido, el satélite nos llegaría por mensajero en un máximo de veinte días. En el living Tolo y Moskowitz se habían acabado la mitad de pizza de Marina y empezaban con los bordes que yo había dejado sobre el cartón. Cerré la puerta y apagué la luz, repentinamente cansado. Veinte días, pensé, tumbado en la cama. Por primera vez en todo el día me quité los tapones de los oídos y cerré los ojos, mientras el zumbido perenne y constante de los océanos de Ruido lo inundaba todo a mi alrededor y yo me quedaba profundamente dormido.”
“Antes de acostarme volví a comprobar el número de pedido, el satélite nos llegaría por mensajero en un máximo de veinte días. En el living Tolo y Moskowitz se habían acabado la mitad de pizza de Marina y empezaban con los bordes que yo había dejado sobre el cartón. Cerré la puerta y apagué la luz, repentinamente cansado. Veinte días, pensé, tumbado en la cama. Por primera vez en todo el día me quité los tapones de los oídos y cerré los ojos, mientras el zumbido perenne y constante de los océanos de Ruido lo inundaba todo a mi alrededor y yo me quedaba profundamente dormido.”
Por Luis López Carrasco.
1 comentario:
Que MIERDA es esto
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