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Nosferatu, versión Herzog, es uno de los más insólitos y fascinantes experimentos dentro de una trayectoria no precisamente parca en ellos: el estudio–homenaje a una de las obras seminales del cine alemán como marco para un bellísimo paseo romántico por el amor y la muerte. Espectral y estilizada, Nosferatu retoma el romanticismo presente en el clásico expresionista de Murnau, exacerbando el tono onírico y un simbolismo malévolamente contrastado: al principio del film, cuando Renfield (Roland Topor) le encomienda a Jonathan la misión de viajar a Transilvania para gestionar la llegada del conde, éste muestra su satisfacción por salir de Wismar una temporada, por "apartarme de estos canales que no tienen más destino que ellos mismos". Herzog confronta la plácida superficie de estos con el río salvaje y los saltos de agua que Jonathan observa entre fascinado e inquieto durante su viaje a pie al castillo de Drácula: la planificación y el ritmo de estas escenas, ayudadas por la fotografía brumosa de Jörg Schmidt–Reitwein y la extraordinaria música de Popol Vuh (a la que Herzog suma el preludio de "El oro del Rhin" wagneriano), transmiten igualmente la idea de un paisaje vivo, palpitante –una idea tan del gusto de los románticos como del propio Herzog: cf. los pulsos entre el hombre y la naturaleza que representan Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), Fitzcarraldo (1982) o Grito de piedra (Cerro Torre: Schrei aus Stein, 1991), sin ir más lejos–, como la atracción del abismo y la muerte y la presencia de lo fantástico.
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Herzog construye su Nosferatu en base a una figura inherente al movimiento romántico, los sueños. En un enfoque cercano a los cuentos de Hoffman, la realidad y la imaginación se confunden a partir del momento en que Jonathan penetra por las puertas de castillo ruinoso; el tiempo se dilata en la vigilia, y las vivencias de éste invaden los sueños de Lucy (Isabelle Adjani), regidos por la imagen premonitoria de un murciélago en la noche [1]; "el espacio es sólo un fenómeno", diría Herzog posteriormente. Si se tiene en cuenta que al despertar, Jonathan descubre unos espacios espartanos y desolados, pero en perfecto estado de conservación –lo que le lleva a preguntarse si no estará todavía soñando: la movilidad de la cámara transmite magníficamente su inquietud–, no parece una idea demasiado aventurada. De hecho, en el ocaso, el castillo vuelve a ser un montón de ruinas fotografiadas a la sombra de Arnold Bocklin y el conde surge de la oscuridad como "una fría ráfaga del día del Juicio Final" (en feliz definición de Béla Balázs). Hacia el final, con Drácula ya en Wismar, y convertida ésta en una ciudad fantasma asolada por la presencia maligna del vampiro, Herzog nos ofrece una visión alucinada y apocalíptica: un grupo de apestados celebran su última cena rodeados de centenares de ratas mientras en la banda sonora suena el "Zinskaro" entonado por Popol Vuh.
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Película oscilante entre la concienzuda recreación y la relectura personalizada del film original, Nosferatu, versión Herzog, tiene, también, algo de carta de defunción de la modernidad cinematográfica: no sólo por la decisión de convertir a Drácula/Orlock, el Mal absoluto y todopoderoso, en una criatura trágica atormentada por el tiempo y la soledad (lo que, en cierto modo, lo acerca a los personajes en los márgenes de la sociedad que pueblan el cine de Herzog, además de enriquecer el imaginario romántico del film) o el hecho de que al final el doctor Van Helsing (Walter Ladengast) sea detenido por la policía, acusado del asesinato del conde –como ya sucedía en La hija de Drácula (Dracula´s Daughter, Lambert Hillyer, 1936)–, sino, sobre todo, por el sacrificio baldío de Lucy, que no impide la transformación de Jonathan en un vampiro (¿la exacta metáfora del Unhemlich romántico?) que se pierde en el horizonte decidido a propagar el Mal: "Ese alejamiento del personaje, fugitivo de la ficción en la que ha intervenido, niega la posibilidad de despertar de un sueño macabro y expone claramente la imposibilidad de recuperar la vida a través del amor: la muerte siempre gana la batalla" [2].
Nosferatu, versión Herzog, es uno de los más insólitos y fascinantes experimentos dentro de una trayectoria no precisamente parca en ellos: el estudio–homenaje a una de las obras seminales del cine alemán como marco para un bellísimo paseo romántico por el amor y la muerte. Espectral y estilizada, Nosferatu retoma el romanticismo presente en el clásico expresionista de Murnau, exacerbando el tono onírico y un simbolismo malévolamente contrastado: al principio del film, cuando Renfield (Roland Topor) le encomienda a Jonathan la misión de viajar a Transilvania para gestionar la llegada del conde, éste muestra su satisfacción por salir de Wismar una temporada, por "apartarme de estos canales que no tienen más destino que ellos mismos"
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Herzog construye su Nosferatu en base a una figura inherente al movimiento romántico, los sueños. En un enfoque cercano a los cuentos de Hoffman, la realidad y la imaginación se confunden a partir del momento en que Jonathan penetra por las puertas de castillo ruinoso; el tiempo se dilata en la vigilia, y las vivencias de éste invaden los sueños de Lucy (Isabelle Adjani), regidos por la imagen premonitoria de un murciélago en la noche
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Película oscilante entre la concienzuda recreación y la relectura personalizada del film original, Nosferatu, versión Herzog, tiene, también, algo de carta de defunción de la modernidad cinematográfica: no sólo por la decisión de convertir a Drácula/Orlock, el Mal absoluto y todopoderoso, en una criatura trágica atormentada por el tiempo y la soledad (lo que, en cierto modo, lo acerca a los personajes en los márgenes de la sociedad que pueblan el cine de Herzog, además de enriquecer el imaginario romántico del film) o el hecho de que al final el doctor Van Helsing (Walter Ladengast) sea detenido por la policía, acusado del asesinato del conde –como ya sucedía en La hija de Drácula (Dracula´s Daughter, Lambert Hillyer, 1936)–, sino, sobre todo, por el sacrificio baldío de Lucy, que no impide la transformación de Jonathan en un vampiro (¿la exacta metáfora del Unhemlich romántico?) que se pierde en el horizonte decidido a propagar el Mal: "Ese alejamiento del personaje, fugitivo de la ficción en la que ha intervenido, niega la posibilidad de despertar de un sueño macabro y expone claramente la imposibilidad de recuperar la vida a través del amor: la muerte siempre gana la batalla"
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Curiosamente, el productor y guionista Augusto Caminito auspiciaría años más tarde Nosferatu en Venecia (aka Nosferatu, príncipe de las tinieblas, Nosferatu a Venezia, 1988), una suerte de secuela espuria de complicada gestación (tras la cámara desfilaron realizadores como Mario Caiano, Lewis Coates/Luigi Cozzi y Maurizio Lucidi, Caminito e incluso el mismo Kinski), más próxima a la sexploitation europea que a la hipnótica reconstrucción de Herzog.
[1] De hecho, como señala Quim Casas, "toda la película es una premonición, como si los personajes, al igual que el espectador, supieran ya de la existencia de un anterior film sobre el mismo tema: el travelling inicial sobre las momias bajo tierra, el vuelo ralentizado del murciélago, el grito de Lucy al salir de la pesadilla con los ojos abiertos como cráteres lunares"
[2] Latorre, José María, "Soñando, como medio dormidos", Paisajes y figuras: perplejos. El Nuevo Cine Alemán (1962–1982), Carlos Losilla y José Enrique Monterde (coord.), Valencia, Ediciones de la Filmoteca (Institut Valencià de Cinematografia Ricardo Muñoz Suay), Festival Internacional de Cine de Gijón, Centro Galego de Artes da Imaxe, Filmoteca Española, 2007.