martes, 18 de agosto de 2009

"El más allá" ("Kwaidan", Masaki Kobayashi, 1964)


Mucho antes de The Ring. El círculo (Ringu, Hideo Nakata, 1998) y la avalancha de secuelas, precuelas, imitaciones y remakes estadounidenses (de las cintas fundacionales, pero también de los exploits, y con sus correspondientes continuaciones) que generó, antes incluso que la famosa trilogía iniciada por Una historia china de fantasmas (Sien nui yau wan, Ching Siu–Tung, 1987) hubo otro cine de fantasmas japonés que, además, entregó un puñado de títulos hoy considerados clásicos, entre ellos Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, Kenji Mizoguchi, 1953), Historia de fantasmas japoneses (Tokaido yotsuya kaidan, Nobuo Nakagawa, 1959), Jigoku (Nobuo Nakagawa, 1960), El más allá (Kwaidan, Masaki Kobayashi, 1964), Kuroneko (Kaneto Shindo, 1967) y El imperio de la pasión (Ai–no borei, Nagisa Oshima, 1978).
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Ese cine de fantasmas, denominado kaidan eiga, estaba recorrido por el espíritu moralista de las leyendas populares niponas. Sin embargo, la propuesta de Kobayashi –que adapta cuatro de los relatos recogidos por el británico nacionalizado japonés Lafcadio Hearn (1) en Kwaidan. Cuentos fantásticos del Japón– constituye una auténtica rareza dentro del (sub)género, por cuanto se aleja del camino abierto por Mizoguchi con Cuentos de la luna pálida de agosto, de clara influencia en cineastas como Kaneto Shindo –cf. Kuroneko, Onibaba, el agujero (Onibaba, 1964)–, y de la estética de pesadilla psicodélica que por aquella época adoptó Nakagawa. El más allá es un film decididamente manierista y, al mismo tiempo, un ejemplo modélico de que el cine fantástico es, sobre todo, una cuestión de puesta en escena.
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La gélida atmósfera invernal en la que Yuki (Keiko Kishi) envuelve a sus víctimas antes de helarles la sangre en La mujer de la nieve –figura también presente en la cinta de animación El hada de las nieves (Yuki, Tadashi Imai, 1981) y en uno de Los sueños de Akira Kurosawa (Yume/Konna yume wo mita, Akira Kurosawa, 1990)– es una buena metáfora del estilo de Kobayashi. Su aparente frialdad (reforzada por la distancia marcada por la voz en off de un narrador que introduce y puntúa los cuatro cuentos) contribuye, paradójicamente, a la creación de una densa y sugestiva atmósfera terrorífica: cf. el inicio del citado episodio, en el que un bosque de ojos (símbolo de la presencia acechante de Yuki, idea que Francis Ford Coppola recuperaría en su posmoderno Drácula de Bram Stoker/Dracula, 1992) observa a Musaku (Ju Hanamura) y Minokichi (Tatsuya Nakadai) luchando por abrirse paso en la ventisca mientras oímos las obsesivas estridencias del ambiente sonoro confeccionado por Tôru Takemitsu...
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A diferencia de Mizoguchi, cuyos fantasmas irrumpían a plena luz del día en un mercado poblado de gente, Kobayashi recurre a la tradicional transición entre realidad e irrealidad, de la que ofrece una variación extremada: apuesta desde el principio por la madera y el cartón piedra del decorado y por los telones pintados y sugiere que el mundo real es ya puro artificio (no hay más que ver los excesos operísticos que indican los cambios de estación en La mujer de la nieve o la recreación arty de la legendaria batalla entre los Genji y los Heike en la celebrada adaptación de Hoichi, el hombre sin orejas).
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No obstante, lo que confiere al film su hechicera personalidad es su vibración fantástica. La primera historia, El pelo negro, presenta a un pobre pero ambicioso samurai (Rentaro Mikuni) que abandona a su esposa (Michiyo Aratama) para casarse con una engreída joven de buena familia (Misako Watanabe) y conseguir así ascender socialmente. Sin embargo, los años pasan y el samurai no puede olvidar a su primera mujer. Al fin, acosado por los recuerdos, termina regresando a Kioto, donde se reencuentra con ella, convertida en un fantasma. Combinando el virtuosismo fotográfico de Yoshio Miyajima, pródigo en atrevidos juegos de luces, y la movilidad de la cámara, que se pasea por los lóbregos pasillos y las estancias vacías de la ruinosa casa familiar –cuyas puertas se abren solas a su paso–, con el inteligente aprovechamiento de las posibilidades expresivas del silencio –cf. la persecución a la que somete la larga cabellera negra de la muerta al horrorizado samurai mientras éste envejece rápidamente, en la que sólo oímos los crujidos de la casa (ese lugar donde, aunque sólo sea por una noche, "todo es igual que antes") al hacerse pedazos y la extraña música de Takemitsu– la atmósfera que Kobayashi consigue es insuperable.
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El segundo episodio –el citado La mujer de la nieve, en torno al mítico espíritu sediento de sangre caliente– es, para mi gusto, el mejor: un mecanismo de terror bien controlado, organizado con maravillosa armonía y con un hipnótico gusto visual que acierta a concretar la fascinación que transmite el personaje y logra momentos de extraordinaria belleza medusea: cf. la primera aparición del fantasma, que provoca la muerte de Musaku, la siniestra sonrisa que esboza al inclinarse a continuación sobre Minokichi, las discretas miradas de éste mientras rema a una (aparentemente) distraída Yuki sin percatarse de que un racimo de ojos lo observa desde un cielo amarillento... Todo ello contribuye a crear una atmósfera irreal, trágica, casi determinista, que se opone a la de los dos episodios restantes.
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Descontando Como en una taza de té, que malogra una idea preciosa (el motivo por el que algunos kwaidan están inacabados) por culpa de una planificación crispada y una comicidad quizá algo burda (2), Hoichi, el hombre sin orejas, el sketch donde más claramente se puede apreciar la influencia del teatro clásico japonés (, el teatro de marionetas o Bunraku, Kabuki) en la labor de Kobayashi, es más bien una historia de fragmentos, de pinceladas: Hoichi (Katsuo Nakamura), un joven ciego extraordinariamente hábil con la biwa (instrumento tradicional japonés similar al laúd) que está obsesionado con la cruenta última batalla entre dos clanes rivales del siglo XII, es requerido por los espectros de los derrotados para que interprete el desarrollo de la misma cada noche al caer del sol. Sin embargo, su salud pronto comienza a deteriorarse, lo que preocupa seriamente a los sacerdotes del templo en el que vive. Con su ayuda, Hoichi tratará de librarse del acoso de los fantasmas...
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El resultado, formalmente muy bello, tiene bastante de esa "reflexión culterana […] que busca la distancia admirada del espectador sin estimular la capacidad de reflexión" (3) y no consigue formar un conjunto fluido y coherente. Pese a todo, ofrece un puñado de atractivas ideas de guión diseminadas aquí y allá y una serie de excelentes recursos de puesta en escena. Entre las primeras, la idea de cubrir de la cabeza a los pies a Hoichi con conjuros pintados sobre su cuerpo para burlar a los espíritus (como años más tarde haría Mako con Arnold Schwarzenegger en Conan el bárbaro/Conan the Barbarian, John Milius, 1982). Entre los segundos destacan la primera aparición del guerrero fantasma que conduce cada noche a Hoichi al cementerio donde está sepultado el clan Heike, que remite a la del conde Alucard (Lon Chaney Jr.) en Son of Dracula (Robert Siodmak, 1943); la ceremonia en la que los monjes escriben el texto sagrado sobre el joven con el fondo sonoro de una grave letanía o la manera de cambiar el punto de vista sin insertar un nuevo plano durante la última visita del guerrero a Hoichi: el fantasma entra ingrávido en el monasterio buscando al joven, quien permanece mudo e inmóvil para no ser visto (de otro modo, corre el peligro de que éste lo despedace), y cuando se gira en su dirección, Hoichi desaparece al tiempo que el guerrero se materializa. Del muchacho sólo quedan ahora sus orejas, que no han sido pintadas...
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Notas
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(1) Es decir, pasados por el filtro de la sensibilidad occidental. Al parecer, El más allá fue concebida como un film con dimensión intelectual que elevaría el popular kaidan eiga a una altura culta, como una película “de festival”. Nada más adecuado, pues, que adaptar los cuatro relatos más celebrados de Kwaidan. En 1965, el film ganó el prestigioso Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine de Cannes y, al año siguiente, fue seleccionada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa.
(2) Curiosamente, el enfrentamiento de Kannai (Kanemon Nakamura) con los tres fantasmales sirvientes de Shikibu Heinai recuerda al de Jack Burton (Kurt Russell) y los tres sicarios de Lo Pan en Golpe en la pequeña China (Big Trouble in Little China, John Carpenter, 1986), aunque estos parecen, también, una parodia de los Maestros de la Muerte de Shogun Assassin (Robert Houston, 1980) –en realidad un remontaje de Kozure Ôkami: Shinikazeni mukau ubaguruma (Kenji Misumi, 1972) y Kozure Ôkami: Oya no kokoro ko no kokoro (Buichi Saito, 1972)–.
(3) Latorre, José María, El cine fantástico, Serie Dirigido por, Barcelona, 1987.
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Kobayashi declaró en alguna ocasión que "me atraía intensamente la estilizada belleza de nuestras formas tradicionales. Al mismo tiempo, como creía que había llegado al fin de mi persecución del realismo cinematográfico, este nuevo modo de expresión me encantó".
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MASAKI KOBAYASHI (1916–1996)

Autor de una filmografía de más de veinte títulos, Kobayashi es conocido principalmente por ser el firmante de Kwaidan y las heterodoxas cintas chambara Harakiri (Seppuku, 1962) y Rebelión (Joi–uchi: hairyo tsuma shimatsu, 1967). Sin embargo, habría que destacar también –como mínimo– la trilogía antibélica La condición humana (Ningen no joken, 1959–1961), que narra la vida de un joven objetor de conciencia durante los trágicos días de la II Guerra Mundial: el propio Kobayashi fue reclutado contra su voluntad en el ejército imperial mientras trabajaba como ayudante de dirección en la Toho, negándose a combatir o aceptar cualquier ascenso que lo alejase de la condición de soldado raso: "Todas mis películas [...] tratan de la resistencia al poder inamovible. De eso trata Harakiri, desde luego, y Rebelión. Creo que siempre he estado desafiando a la autoridad".